Labios como el olvido

Por Juan Martins

Yo creo que si hay un lugar en el cual se puede ver cómo funciona la libertad es en la literatura…

    Victoria de Stefano

Las historias son importantes para las abuelas. Yo no quiero contarle historias a nadie. Es el libro quien manda. Intentas ahondar, bajar al fondo del alma, decir lo que no se ha dicho antes. Escribo porque, si no, me siento muy culpable.

    António Lobo Antunes

A Eugénia Boino por su solidaridad

Fuente: Foto de Rene Asmussen en Pexels: Carro de metal blanco dentro de la habitación.

1.

Esta es la historia de K., han dicho que es la mía. No lo es.
    En ocasiones hay que saber cuándo el mundo se cae a pedazos sobre tu cabeza. No la tuya y menos sobre la de Antero. También lo llamaré así. O mejor, me da la gana, Antero J. de aquí en adelante, J. o ambos Antero y J. Y sí, será J. mientras las cabezas siguen cayendo como las hojas de un almendrón en medio de la Plaza O’Leary. Suave e imperceptible. Todo entonces es J., J., J., hasta la eternidad de la consonante. Y soñé que volvía de África, pero no de cualquier lugar de África, sino de donde las cabezas se calientan como aquí, en cambio, allá todo es húmedo. Y aquí no tienes dieciséis años. No te engañes, Vicente Aleixandre te dará el primer título ajeno por una quimera del ardid. Acéptalo, cuando la tierra se acabe ya sabes que no debes volver muy tarde a tu casa, una vez que sobre tu catre Rimbaud es un libro de polvo y engaño. Sino que quería, por más difícil de entender, imaginar a éste follando con Sylvia Plath. Algo caliente debe salir de allí. Así es J., Rimbaud es un libro olvidado a un costado de tu habitación. Lo tomas, sacudes aquel polvo y enredastus dudas. Los otros libros miran tu mal humor, si es que puedo decirlo por la forma en cómo aprietas el lomo de éstos. Y de esa habitación te quedan pocos detalles para describir o, no sé, si valdría la pena. Nada se sostiene y con mis pesadillas regresan los linderos de vivir con los otros. De vivir con el odio chamuscado de tanta mierda. Sigamos adelante con la historia. ¿Me explico J.? Nuestras cabezas se caen. La descripción me cansa. De aquí en adelante sentir el alfabeto de una sensación: J., una emoción en virtud de la escritura: la letra con la cual se asciende al pensamiento cuya repetición en la memoria de los labios se apodera de una realidad que sólo se accede por medio de un lenguaje cubierto de sí mismo: un personaje vuelto sobre las sensaciones de ese pensamiento. La incomprensión de una narración dormida en la intención del lector. Fracasamos J. y trataremos de tejer la impresión de los labios desde el abecedario limitado por su número veintisiete con cinco dígrafos. En estos dígrafos se halla la fonética del corazón. Por medio de los cuales lo verosímil quedaría expresado por la forma de su combinación: «te llamo a ti»., «soy tu chico», «para susurrarte en los labios», «quiero ser J.». y otros más, dígrafos jugando con la fonética de los hombres y la inicial de sus nombres.

    Como podrán reparar las palabras también caen. En algún rincón de la escritura se oculta mi intención todavía de narrador. He fracasado. Escribir lo que se me ocurra, pensó K., lo pensó como para saber qué contar a los demás en sus crónicas taciturnas como árboles dormidos, es decir, tengamos presente el olvido y la explicación de cualquier instante, aquello que más despreciaba en su rincón de la Plaza O’Leary. Creo que le dicen así, sino será otro nombre. No importa. Sigamos con esta historia, por la sencilla razón de que recordaba aquel color de la evocación. No otro, sino éste, que nada por supuesto, tiene que ver con otra memoria ni con la de él. Para él, y cualquiera, el olor es diferente al sabor y el sabor del color a la memoria del dolor. Como quiera que sea, estaba allí sentado al margen de la ciudad o de sí mismo. Allí sosegado, oliendo a los transeúntes. Tampoco los colores serían parte de él. Una vez en esta esquina de la ciudad, olvidada por J. quien, acto seguido, se acerca a K.:

    —Dónde estás —dijo K..
    —Qué importa —revela J..
    —Siempre ha importado, no hay más opción.
    —Ya lo sé. Aquí, sentado, como sabes.
    —Como te dije, sí importa…
    —Y yo te repito: no importa.
   —Qué haces.
   —Responde tú —replica J..
   —Ya lo hice.
    —¿No tienes nada mejor qué hacer?
    —Me estás evadiendo J. Antero.
   —Desde cuándo soy «J. Antero» para ti.
    —Volvemos al mismo punto.
   —Eres tú quien se detiene a fastidiar mi tiempo.
   —Sabía que ibas a estar aquí.
    —Déjame en paz, ¿quieres?

    Justo en ese momento la calle reventó por causa de un ruido ensordecedor. Nadie sabe que se trata de un atentado. Nadie sabe que es el odio del otro que, por primera vez, embriagaba el retraimiento del lugar. Y los ecos de la muerte se asomaban a las palmas de la Plaza O’Leary. Éstas se resistían a la ansiedad.

    No debería existir la sonrisa de nadie en la caída del día. Las paredes hablan sobre J.. Insiste olvidarse de todo y saber por qué, en su lugar, se mantiene allí sentado, sin esperar nada, como si representara su propia crónica desvaída por aquella frágil tarde (ahora metálica en el corazón de los transeúntes). Está allí y K. le tendría la paciencia de ese día de hierro que nadie sabría definir ante los hechos de las emociones. Las emociones para K. son como un ensayo de las horas. El día, en cambio, es una aventura hacia la tarde de este aforismo, un instante reflexivo como cualquiera que pudiera hacerlo en el medio del descanso. No lo olvidemos: está en la calle, donde la sombra de los otros abrigaba su desasosiego.  Y su lugar era su lugar. La luz a la vuelta del muro, pero que les quemaba. De allí el temor. De allí la huida. K. se sorprendería de ese temor. Aún no identificaba ese terror con el encuentro de J.: la tarde estaba allí, los gritos, la angustia, la ansiedad, la derrota, el odio o la duda y el miedo o el desasosiego, la indignidad o la huida y la avidez de no querer vivir en un país violento. J. allí, mirando la fuente de la Plaza como si el mundo no importara y todos nos ahogamos en el río imaginario de J.:

     —¡Coño qué pasó! —Inquirió K.
    —¿Ves que no importa? —Le recordó J.
     —Nada cambiará. Sigue igual. Me quedo.
     —Salgamos de aquí.
     —Qué, aún allí (!) —Gritaban en la acera muda del frente.

    Uno, dos y más corren, lo hace el niño que corre, detrás de la mujer que corre, sobre una tarde triste, la señora triste que grita y corre todavía delante del joven triste que mira en el río seco de J. y llora o corre y, detrás de todos, corren. Corre el niño entristecido sin mirar hacia adelante, corre la joven y alrededor de ese escenario todos huyen de lo desconocido que sólo se advierte por su retumbo de muerte. Suena una vez. Otra. El desasosiego se hacía notar, como si el minuto los abandonara y sólo quedara la tarde despierta de lo ajeno. Y por segunda vez todo revienta.

    —Corran —dijo a K. al hombre aburrido, como si lo empujara el fin del mundo, quien era, por decirlo de alguna manera, el último hombre. Sólo corría. Era todo lo que tenía que saber K..

    J., por su parte, continuaba sentado oyendo el resto de la gazuza. La calle también mantenía su estado de ánimo. Las paredes, los vitrales, los autos estacionados y la niña cuando trataba de cruzar la calle en ese último segundo que ya no le pertenecía a nadie. «Nadie» era entonces la palabra más adecuada para definiría. La niña y Antero, corrijo, J., estarían allí eternizándose en ese segundo donde las mujeres y las niñas son tristes y corren. Los otros también. K., sin dudar, se resiste. Y Antero deja de ser Antero para ser J..

    —Corran. ¡Antero!
    —¿De dónde me conoce éste? —pregunta algo distraído J. porque dentro de su río sólo fluye él.
     —¿Te importa de dónde? —inquiere K..
      —No. 
       —¿Y el miedo?
     —Siempre estará. Por eso, prefiero esperar lo que hecho está.
     —Nadie se forja, ¿lo intuyes? En este país nada afecta: nada existe, ¿es difícil de entender esto?
    —Nadie —dijo J. como soltando un aliento olvidado cuyo enunciado no se apagaba ni evita la voluntad de la caterva más arriba expuesta
    Y el viento aparecía con el propósito de recrear la escena, pero aquello no era una escena, sino una serie de acontecimientos que se bifurcan en la memoria. Una parte del todo. Y el todo por la nada en medio de aquella tarde.

    Suena otro reventón y ahora la tierra, pensó, se partiría en dos. De pronto un silencio ajeno.

2.

Vendrían días extraños, recordaba J., en una especie de meditación Zen como si el viejo bastón, dormido ahora en su rodilla izquierda, acaso un adorno, una mampara para que sea olvidado y así no le molestaran más. Para él, su tranquilidad pertenecía a su memoria. De aquí en adelante él estaría pensando en voz alta y en defensa de sus ideas, como si aquel bastón tuviera los nervios agarrotados, como un cuerpo peregrino o la extensión de su fracaso. Tenía entonces que pensar también en lo siguiente: cómo iba a conseguirlo siendo un intelectual en cuyo retiro no estaría sino para las ruinas. Las ruinas de su poesía, de su fracaso. Citar acaso a otros autores. Hasta allí podía llegar, pero en su cabeza sólo hay enanos o figuras de sombras. Un orgullo de las noches que él solo reconocía. Antero, o mejor, J. (ahora es J. lo repito), seguía pensando en voz alta. No se detenía, porque estos personajes, suerte de poetas en la oscuridad, lo perseguían en su antojo de poeta maldito. Por otro lado, una estafa de personas abandonadas, drogadictas y algo maricas. Aquellos poetas que le gustaba eran en su mayoría maricas, algunas veces impropios, otros sofisticados y de cualquier huella, tanto en lo político, como en lo filosófico. J., no tenía idea de lo que esto significaba. Pensaba. Seguía pensando. Piensa. Allí estaba sentado, en su banco favorito o eso creía él que lo era. Para el resto, incluso para K., no era más que el lugar por medio del cual sus pensamientos sólo rodeaban la intención de J.. K. quiere saber qué piensa J., como si eso fuera fácil. No lo sería. Ahora lo que importaría es adentrarse en qué está pensando J. o aquel de la Plaza O’Leary que era él mismo desdoblado en su gusto por los poetas maricas y no por homofobia se decía, sino por lo bien que escribían éstos. Todos son los mismos. Todos, el olvido en otro sitio de su memoria. Él, es decir, J. el lector todavía de poetas malditos. No la niña ni el hombre triste ni la mujer o su hijo también triste. Ni K., que estaría para olvidar. J., además, había desistido del bastón porque también se soltaba por el sueño, por su eterna voluntad a dormirse —es probable que su bastón también se parecía a él en esas ganas de quedarse dormido en cualquier lugar y hora—, algo distraído, como si el mundo no existiera y sólo el hombre triste que lo ve, como a todos los otros existen. A ver, con respecto a J., otra vez sentado, otra vez como si estuviera en otra calle, como si viviera en otra ciudad, aun así, seguiría allí con sus pensamientos. Allí, sin bastón esta vez y pensando en K. y en un mudo sin literatura. Cansados estarían tanto el hombre triste y la mujer que arrastra los días por ver a J. en la misma ocasión, siendo otro, abrazado de un segundo bastón lleno de sueño y dormido ahora sobre su rodilla derecha. Es un bastón imaginario claro, una muestra de su cansancio pues. Nadie se compadece, sin más miran. Miran las sombras de la tarde que desea hacerse noche. No así las noches de J., son las mismas horas que le hacen permanecer sentado utilizando su imaginación. Mirando, no se sabe qué. Daba igual, el insomnio no tiene horas ni mucho menos se bisagra en hombres de caras tristes y hombres cansados. K. se fijaría, por su parte, en estas personas dada la insistencia de repetir esta rutina. Siempre sobre la misma hora el escenario que se repetía. Por tal motivo pensaba K.: «¿cómo podía repetirse esta escena con tanta claridad en los segundos o los días de J.? Y en la memoria de él, ¿qué tenía aquello que ver con la literatura?». Al fin a J. sólo le importa mirar. Mirar era un verbo intransitivo, puesto que con el gesto de hacerlo era suficiente. Sin importar qué se mira: la calle, la Avenida Bolívar, la Avenida San Martín, La Avenida Sucre de la Plaza O’Leary. Mirar sería la tensión de ese tiempo que estaba entre las miradas, las personas y la curiosidad de K. quien sin embargo insistiría en tratar de sacar toda la información posible de las calles. Era un gesto casi de amistad, diríamos mejor de compromiso con el dolor con lo que veía, como si fuese un espejo húmedo. Parece una tontería, pero él, J., estaría escribiendo el libro sin estar escribiendo, aquel que está en su cabeza. Y en esa cabeza, como saben, quería entrar K.. Estaba claro que J. no lo permitiría con tanta facilidad. En virtud de lo cual seguirá mirando, al parecer miraría su mejoría, pero ¿en qué modo?, ¿cómo lo haría? ¿De qué manera se introduciría K. en él? ¿Hasta dónde alanzaría su laberinto? Como sabemos eso es imposible porque J. estaría inmerso en un solo mundo. El mundo el cual sólo le pertenece a él. En caso de ser así, hay que decirlo, el mundo no se mueve, acaso su propia historia. La historia del país. Eso es lo que quería saber K.. No hay otra manera de saberlo. Nadie podía hacer eso. Quizás aquel hombre triste sí. Aquel que lo miraba, sin mirarlo, aquel que lo saludaba, sin saludarlo. Aquel que le sonreía como si fuera parte de una obligación de las «madrecitas de la caridad».

Ese era su motivo abstracto: K. desdoblándose en J. a la vez que K. se fascinaba en su reflejo, es decir, veía cómo imitaba a J. y se espejaba en ese propósito de corretear un juego peligroso de la duda y la envidia. Y J. no quiere ser K. con su megalomanía territorial. Por una vez un reportero en secreto el cual no tiene reportado ni reportero. Es sólo una cuestión de evaluar el arqueo de esta intromisión. Un artilugio de su inteligencia que le permitiera hundirse en un pensamiento que a J. no le pertenecía. ¿Cómo lo haría? No lo sabe. Lo hará y ya está. K. sería J..

    El pasado era para J. lo que nunca sería para K.. Y menos para el hombre enano al cual ahora llamaremos «E».. «Ya está», pensaba K., «ese enano me dará las respuestas. Por lo cual tendré la oportunidad de reunirme con él y empezar a atar cabos». De lo que no se enteraría K. es que J. no corresponde a la naturaleza de E.. Y, si no corresponde muy poco sacaría K. de allí. Sigamos entonces con una historia imposible y secreta. Cuando los hechos vienen del secreto, será difícil llegar a una conclusión. A fin de cuentas, ahora K. tendría que colocar aquí a otro personaje, como un niño extraviado en las sombras de un bosque también secreto. De alguna manera eso estaba en su ahogado sentimiento, pues, el recuerdo se apretaba entre sus manos.

    Algo había llamado su atención: J. centraba su mirada al piso, mejor dicho, hundía sus ojos en la omisión, cosa que por lo general no hacía. Ese día era diferente, también el recuerdo de K.. La calle estaba diferente, los árboles le parecían ahora extraños. Las otras personas vivían fuera de ese orden natural de las cosas. No quería engañarse K., el «orden natural de las cosas» no se manifestarían de uno para el otro de igual manera.

    ¿Está claro quién es K. y J. por su parte?    
    «No importa», pensó K..

     K. quiere decirle que no hay tiempo que perder. Que él, J., estaba allí para citarle, por lo menos, su último poema maldito. Rápido. Estar listo para el encuentro. Este encuentro con J. está en su imaginación o en esa suerte de idea inestable como lo son las ideologías. «Señor K.» escucha o cree escuchar y tener en sus oídos sus propios deseos, tanto como aquel que le produce esta ansiedad de querer hablar con él para su desasosiego. Él, el hombre que le hablaría en secreto, no estaría disponible. Tengamos algo despejado: es lo que, sí, él desea en cambio para su regocijo literario. No tanto literario como la de loco cuando quiere oír otra voz en su imaginación. Lo piensa y sonríe. Y no quiere dejar de sonreír. Oír que esa voz detrás del teléfono sea la voz de J., por supuesto, la voz desdoblada de lo indefinible. No lo escucha. Espera. No escucha. Espera la voz secreta. Espera. Un silencio que le perturba porque le quita el deseo. No es J.. J. está muy ocupado como para atenderlo. Y piensa en su imaginación, ya que no existe la voz detrás del teléfono, pero que sí, que en efecto escucha la voz de Paul Verlaine en francés. No hay teléfono. No hay voz detrás de él. «Señor K.», le parece escuchar ahora, se miente. «Señor K.», vuelve a mentirse. Otra vez se miente: «Señor K.». No está el teléfono, no existe. Y así él, dejaría de ser él. Fijarse cualquier máscara en su rostro para conseguir ese encuentro con J.. Este recuerdo que le ayudaría a descubrir qué estaba escribiendo J. mientras no escribía camino hacia la Plaza O’Leary para decirle al mundo que ya no le interesa escribir, aunque eso no fuera cierto. «No sea entonces, pensó K., más que un nuevo trasto en ese pequeño mundo de las ideas. Una forma de esconderse de personas como yo, K».. ¿Mientras iría detrás de J. se percataría de que caminaba tras sus espaldas?.

    Resumiendo: de algún modo tenía que buscar aquellas palabras que le dieran a él los secretos de su escritura. Le tenía sin cuidado que pareciera un idiota a los ojos de los demás. Allí estaba él. K., haciendo preguntas aleladas a J., algo que distaba mucho de la realidad porque se encontraba a cincuenta metros de él.
    Detiene K. sus ideas por un momento.

    K. observa y camina detrás de J.. Piensa y camina. Camina él. Camina K.. Ahora le nota un resplandor en el tacón derecho de su zapato, podía detallarlo si era lo suficientemente prudente. Esa prudencia jugaría con el silencio de los demás, si bien con la certeza de estar siguiendo al hombre «que escribe mientras no se escribe». Todo pasaría lento para K. con los ojos puestos sobre el tacón del zapato izquierdo de J.. Si los pasos eran lo que parecían ser, un lado del tacón debería tener la inclinación exacta de esa pisada ladeada, lenta, cuando no ajustada a sus pasos. Todavía era su parte izquierda la que pesaba, paso lento, reitero, pero definido sobre el disforme infalible, ausente y, por extraño que parezca, pulido del tacón izquierdo trazando una geometría donde el universo se coloca en esa forma del calzado a veces olvidado por ser parte de aquel «orden natural de las cosas». Y la monotonía se resiente en alguna parte de ese infinito. Nada se podía hacer por estar caminando detrás de un escritor el cual, a pesar de su apariencia, escribe mientras camina. Ya se mueve el desasosiego, apenas un descanso en las intenciones de ir detrás de una persona. No se trata pues, como podrán darse cuenta, de cualquier persona. Un tanto por cada paso que da se acercaría a la felicidad, tanto como se acerca a la Plaza O’Leary o eso creía K. cuando, al estar en ese lugar de los pasos y de la cercanía, se vería en la necesidad de tomar este instante con la idea absurda de que J. le respondería a sus preguntas (atendiendo su inquietud reporteril) y por ello su imaginación no estaría perdida: que ese esfuerzo bien valió la pena, que el infinito estaba tan cerca como aquel tacón del zapato izquierdo que le proseguía, que, por tal motivo, los secretos ya no serían secretos, que J. le daría la «llave» exacta para continuar su propia herencia con la escritura, que los días en la Plaza O’Leary no estarían perdidos, que verter tanta estupidez en sí mismo no es inútil, que la historia está llena de basura, que la realidad no avanza siendo ésta es un reciclaje, que la basura es una metáfora, que lo residual es el traslado de todo, que la naturaleza no existe porque es una metáfora y que, al cabo de una llamada a su teléfono hecha hace unos días atrás de este caminar sobre el caminar, J. le diría: «¿qué quieres K. saber que ya no te haya dicho antes?» En ese acierto descubre K. no ser tan idiota. No ser idiota cuando, en efecto, hay otra voz detrás del teléfono. De manera tal que despierta ante la realidad y abandona esta imaginación infantil.

    Era idiota como perro hambriento porque hay una voz real detrás del teléfono.

La voz eléctrica de J. en cuyo eco el recuerdo es una erudición literaria. Mientras camina detrás de él. Olvidaba, miraba nada en ningún lugar de ese recuerdo. Nada existe en la intención de J.. que le haga cambiar a K.. el saber por qué estaba allí, dando un paso detrás del otro.

    J. iba y venía mientras colgaban las revistas en su mano izquierda. Transitaba con en ese enredo. Miró a un lado, luego al otro. Echó un vistazo ahora hacia el cielo, sin saber por qué. El resto de su ruta estaba oscuro. Eso creía, miraba para descubrir que entre sus pasos y la banqueta hay diez minutos hasta la Plaza O’Leary. Comenzó a vislumbrar su llegada. El tacón de su zapato continuaba ladeado o eso quería ver K. cuando pensaba en qué cosa leía J. en esas revistas: las páginas en blanco. Y así la huida sería hacia adelante. Eso tenía sentido cuando miraba su reloj pulsera. Era la misma hora. Todo continuaba igual. Nada tenía significado. Todo era el mismo vacío donde se repetía al minuto su imagen reflejada hasta lo inmarcesible. Creía verle un papelito entre el bolsillo del pantalón. Siendo probable su derrota por no encontrar nada entre sus páginas, en cuyo bolsillo su papelito que de cuando en cuando, en ritmo armonioso y casi musical, leía para detenerse al mirar el cielo. Qué más da. Le diría J.: «no importa. Nada importaba». Era evidente la desidia de su andar, de sus ropas, del resto de páginas que colgaban de sus harapos (otros papelitos con minúsculas notas de letra pequeñita en otros bolsillos haciendo de página en blanco. Unas paginitas para una novelita). K. sabía que el tiempo de J. se le iba en esas cosas. En carillas sueltas. Y que en esas páginas habitaba lo que tenía en su mente diagonal: lo que estaría escribiendo sin escribir. Todo entonces valdría la pena. Sobre todo, porque era lunes. Y los lunes no son literarios. Nada concernía, sólo eran hojas sueltas que saludaban en las afuera del bolsillo de su pantalón verde. En la distancia no podía saberlo cuando los colores son brumosos, se diría, al borde lo oscuro. «No importa», cavilaba K., «¿qué más da cuando nadie prestaba atención en pantalones literarios cuya virtud sería estar ausente de la vista de los otros». Sólo a él, ya que en el ambiente crecían gentes que no iban ni venían, en cambio, no abandonaba K. la idea de seguirle hasta el final del mundo si fuese necesario. De estar feliz cuando para él sería suficiente si la vida se redujera en identificar aquellas páginas o, al contrario, saber cómo, por ladear su calzada, el tacón se resistía a su mirada como si el pantalón, los zapatos, los restos de papelitos, el pantalón verde y cada paso suyo fuera, sólo para él, secretos de un lector y su autor. De un escritor secreto y otro lector obtuso. Por lo que K. insistiría sin descanso. Claro está, tenía que pasar desapercibido, puesto que su actitud debía ser discreta. Por cierto, era notable que hoy no trajinaría con su bastón dormido y sin papeles en el bolsillo hasta la banqueta de la Plaza O’Leary: caminar en círculo tras J. para llegar al mismo sitio. Girar sobre los cien metros de circunferencia. Cualquier quimera queda reducida a las ruinas de K..

    Quizás quedan siete minutos. O menos hasta su inexorable arribo. En la medida de lo posible descansan los edificios pintados de sepia como si el sol se despidiera de las rayuelas que se dibujan alrededor. Un entorno extraño al resto de la ciudad, no tanto huérfano como extraño por las formas cuando rompen con las líneas. No existen las formas, pero vaya que existen para las miradas tanto de uno como del otro. No decae el paisaje ante la mirada, sigue allí, creando las propias sensaciones, por ejemplo, la continuidad de un edificio con respecto al otro y las personas cruzando sus formas enajenan el resto del viento y las veredas. Esta brisa que los arrojaba al placer de caminar. Ya era muy tarde para cambiar de idea. El ecosistema de cemento permanece allí sin cambio. La voluntad estaba definida, las sensaciones también. Y esta plaza, la plaza de J. tendría un único dueño. Él, con su tacón enfrentado, lejos de otra voluntad, aquella definiendo algún tipo de especulación, justo la que produce la escritura que se escribe cuando no se está escribiendo o tejiendo una red verbal desde la continuidad de las arterias girando en el círculo contingente del asfalto. Esta arteria de concreto noble y que embellece la ciudad, al menos para el gusto de J. quien, como se sabía, en él no habitaría este tipo de sensaciones. Las sensaciones serían para él un lugar de lo racional, es decir, el lugar de su literatura portátil. Seamos más precisos: no estaba arrellenado en su escritorio favorito. No acariciaba su estilográfica con la mano izquierda. No estaba sintiendo el aire de su ventana, esta vez se dejaba ir con el viento. Rechazaba cualquier molestia o sendero florido, ni la polución de las calles, ni los dibujos de sus imágenes buscaban despedidamente sus sensaciones. Nada de eso, esta era una senda diferente donde no distinguía el placer de las voces de sus mujeres. En la puerta de su salón nadie existía, nadie lo esperaba. Quién podría recaer en esa idea. Sin embargo, la caída es una abstracción de esta ciudad.

    Y la alteración de esos pensamientos no pararía. K. estaba seguro de todo, no lo ignora cuando aquella calzada estaba aún en una recaída del lado izquierdo (ya no estaba seguro hacia dónde balanceaban sus pies, las revistas, su vaso o el resto de su última cana y el papelito saliendo del pantalón).

    Sencillo: caminaba y delante de él J..

    Él sabía que todo recae, sus revistas, sus pasos, su voluntad, el trago en la mano derecha que pasa a la mano izquierda y la literatura de su bolsillo recae, una hoja seca recae y esta no tiene importancia, tampoco la voz de Cortázar. Allí se queda, no termina de caer. Estaba seguro K. que los viejitos sentados al margen del óvulo de la plaza lo mirarían de seguida. Siempre allí sentados como únicos solidarios con la caída también de la tarde. Los vecinos más coherentes existen con ese orden natural de las cosas. Me explico: la literatura que salía de su bolsillo formaría parte de esa naturaleza para esos vecinos. Quien se sentaría cerca de J. no sabría que existe una literatura de bolsillo, apenas una portátil —o así K. deseaba nombrarla—. No bien sería parte de una convención sentimental para él. A fin de cuentas, de este modo se exhiben los tratados de un discurso que sólo se encontrarían en los bolsillos de J. en forma de papelito.

    A la vuelta del óvalo de la plaza, a pocos pasos de la corrida de palmas enfiladas como hombres enterrados de pie en la arena. Uno detrás del otro descansando al frente de los edificios ocre, volteando su vigilia de la ciudad hacia ese rincón de la tarde. El cielo siempre estaba limpio y le cedería a la calle su omnipresente luz. Entonces caminar aquí sería lento si se quería disfrutarlo. De pronto, K. mira al interior de una de las galerías internas donde la luz se ahoga para dar lugar a pequeños bazares de todo tipo. Se distrae con un grafiti que recién sellaron, sin poder leerlo, pese a esa negativa, allí estaba buscando la atención de los transeúntes. K. ni J. eran parte de ello, acaso, el resto de una palma, la humedad de la fuente, el grillado de un auto que se alzaba sobre los oídos de K. y cruzaba con estridencia la fuente de la Plaza O’Leary para dirigirse al norte como si el aliento de la montaña lo jalara. Esto no le distraía de ir detrás de J. por más lejos que estuviera de él. Y su propósito se parecía a aquel grafiti solitario esperando un lector. Estaba allí sin que nadie lo leyera. Es un mensaje directo para K.. Divertido como ausente para el resto. No quería mostrar postura política. Ya toda la ciudad era política, a pesar de lo cual ese espacio más limpio esperaba, por lo abstracto, a un único lector. El dolor de la ciudad ya tenía suficiente, le daba la sensación de que aquello estaba escrito por una mujer. ¿Cómo podría saberlo? No lo sabía, lo intuía. No era político. No era amoroso. No era publicitario. No era un mensaje de amor. No era pues ridículo. Eso apareció en la noche, como si fuera el pedido de una escritora: ¿además de él habría otra complicidad detrás de J.? Era él su único lector y este grafiti no lo delataría. Sabía que él era el único en reconocer las literaturas portátiles y aquello, además del paredón dibujado por la escritura, era, si se quiere, más estático como escrito para otro lector inhabilitado, pero que no tenía nada que ver con ese diálogo mundo entre él y J.. Entonces los dibujos abstractos no sustituirían las formas de una escritura previa en el alma de J.. Esa misma tarde no se podrían reunir la literatura portátil y la ansiedad de un grafiti ingenuo a lo alto de la pared, siendo un hueco en la rutina de esas galerías cuyo mensaje no era para K. por estar perdido en esta ciudad borracha de política y de recados que se duermen en el fastidio de la gente idiota. No, ese grafiti no es literatura. Ni el fragmento de un escritor cifrado.

    «Quizás J. había escrito ese grafiti. Era imposible, las paredes no son literarias», se decía K..

K., ahora frente a J., hubo pensado que había que terminar lo comenzado el día anterior. O el otro día, algún día. Entonces recordó: toma tus cigarrillos, le dijo ella. Gracias le contestó. Si no fumas, le reclamó, te vuelves como loco. Y K. sabía que era cierto. No le gustaba mentir. No quería mentir. Gozaba fumar y andar con las manos en el bolsillo, cuando no, fumaba. Más fumaba que hundir las manos en el forro del bolsillo. Se decía que si no lo hacía vendría mucha mala suerte unida. Así que fumaba. Se metía las manos en el bolsillo. Fumaba. Los bolsillos son algo importante como para no tomarlos en cuenta. Mas era cierto, pensaba, «voy a necesitar de los cigarrillos». Ella toma la cajetilla en ese rincón donde su hermana escondía sus brevas para cuando K. lo necesitara. Y ahora lo estaba necesitando. Llévate la caja, le dijo. Dame diez, le respondió. No seas tonto, le inquirió. Conocía muy bien a K. como para saber que esta vez mentía. Ella parada ante el escritorio. El sol muriendo a través de la ventana. El polvo trenzando el resto de la luz. Los libros agolpados en el piso. Las paredes, sobre el borde de la ventana, forrada de libros. Libros. Más libros. El polvo luchaba para ocultarlos. Sobre este escritorio estaba un montón de cigarrillos. Su hermana lo omitía porque tenía la maña de guardar cosas, cosas, cosas de él como el polvo de sus zapatos. Aquello le parecía a K. una ranura perdida en la pared de su habitación. ¿Me explico?: está allí y nadie le presta atención, esperando que los días derriben a las paredes. ¿No te llevarás ningún libro contigo?, le exigió. Ahora no es necesario, dijo K.. Pero, ya han podido entender, que esto no cuenta, sino el abandono de los objetos, los detalles de aquellos materiales que rodeaban a K., o sea, las cosas que no se despegaban del suelo ni de su escritorio. Y sobre todo esos cigarrillos, siempre vivían allí porque su hermana estaba allí procurando su ansiedad. Su hermana Clarice K. Clarice K.. Quizás sin ser Clarice, dejémoselo al lector. Clarice, una abstracción de este narrador que se pierde en la historia. Por ahora la hermana de K..

    Clarice no se dejaba como los gatos, sin embargo, el asunto de los cigarrillos era serio cuando se trataba alisar la banda superior de la cajetilla. En otras ocasiones la abría y acto seguido aspiraba su aroma dentro de ella, cerraba sus ojos e inhalaba la fragancia o eso creía hacer, cuyo gesto lo disfrutaba como si ocultara su primer beso. Y no hay nada de extraño viniendo de un fumador. Y la cotidianidad adquiere las formas de esa habitación. Esta parte de la historia será importante ante lo que sigue: al encuentro con J.. Todo, lo armaba de paciencia que más adelante necesitaría. Si consideramos que aquellas cosas no se dejan penetrar por los ojos de Clarice, sólo que allí estaban para la determinación de una teoría del polvo y sus efectos sobre los libros. El polvo, le atañe más a Clarice que a K..

    Los cigarrillos y la literatura van de la mano. Ella, más escueta, toma entre ellos un libro de Rodolfo Fogwill. No lee, sólo lo abre. Sale de la habitación, atrás le sigue K.. Se impacienta. ¿Vienes?, dice Clarice. Voy me esperan, le responde.

3.

Clarice no estaría cerca de aquel primer reventón: se sorprende en medio de su habitación ahora a oscuras. Todo por hacer. Se había dedicado a sus estudios, poco tiempo tenía. Se levanta entre oscuras en medio de esa tarde. Apenas el sol entraba desde un costado de la cortina, llena de polvo. De modo tal que la poca luz creaba un cenital en su rostro que la ayudaba poco a empujar su cuerpo a la calle. La nube de polvo se dejaba ver a través de esa luz. A su derecha, su bléiser, a la derecha sus jeans a la izquierda, en cambio, su franela en un orden cuyo doblaje define un perfecto cuadrante. El resto de la habitación apenas mostraba la forma de su catre que no lo era si no el colchón tirado al piso. Tanto su derecha como izquierda y en la parte inferior de su cama sus ropas. Se levanta con calma, viste, se calza. Todo fácil. Debía vestirse lo más pronto posible. Se detiene un momento a mirar el trenzado de esos zapatos. Le gustaban, pero ya era hora de cambiarlos. Y contra esa voluntad luchaba para no quedarse dormida. Toma su franela negra y trata de vestir. En ese justo momento, otro reventón y Clarice se queda a medio vestir. Se acerca a la ventana y sus pechos se refractaban en el revés del vidrio. No le importó, no le importó que la vieran desnuda desde el otro edificio del frente. Así que debe divisar para saber qué sucede. Saca su cabeza un poco más al exterior al momento que tapa sus pechos con su mano derecha. Pudo notar sin embargo que a lo lejos aparece una caterva. Acto seguido toma sus llaves que están sobre el piso del lado derecho de su colchón arrimadas en el último ángulo, adonde había dejado una Coca-Cola por terminar y las hormigas coronaban el pico de la botella con relativo triunfo. Olvidó Clarice el detalle. Y, con propensión, introdujo las llaves en el bolsillo de sus pantalones al tiempo que terminaba de colocarse la franela que exhibía con cierto orgullo pues había impreso al frente de la misma el retrato de Samuel Beckett. Si bien Beckett no le respondería, ahora, va a necesitar de su compañía cuando tenía la clara conciencia de que se encontraría con J., quizás a cuatro cuadras de allí, por la misma rutina de éste la cual consistía permanecer sentado en su banqueta. Lo duda aun así no tendría mejor opción: «Cuando la ciudad, quiso recordar, empieza a moverse: todos tenemos que hacerlo». Al fondo no dejaba de escuchar a la caterva, de cuando en cuando era el punto de un rumor lento que deseaba escaparse entre los muros de los edificios. Y que aumentaba en sus oídos. Enciende la luz de la habitación para dirigirse a la sala y seguido salir lo más pronto posible. Con determinación termina de vestirse. Toma las llaves y da vuelta al cerrojo cuando recordó haber dejado el resto de sus billetes. Se regresa por ellos. Ya había dejado la puerta principal abierta. Se asusta. Da un pequeño salto sobre su colchón a modo de apurar el paso. Toma los billetes. Se retira.

    Esta vez en el medio del pasillo que daría para bajar por las escaleras a espaldas del ascensor, la luz era más clara. Sus ideas también. Se detiene para mirar su rostro de modo improvisado sobre el reflejo de un rancio espejo. Se retoca el rostro, quiso limpiarse. No lo logra.

4.-

J. estaba quieto por causa de ese reventón. Ahora le parecía curioso a K. su mudez. El estar vestido hoy como si esperara entrar a un foyer para ser agasajado. Empezó a moverse de la banqueta. Primero su pierna derecha, luego la izquierda. Arreglaba sus pantalones para acto seguido levantarse. Por supuesto esa lentitud de su parte le extrañaba a K. quien empezaba a incomodarse.

—¡Antero corre! —insistió el transeúnte, pero J. continuaba sentado—: ¿Van a quedarse allí? ¡Esto se ve feo! ¡Muévanla! ¡Párense de allí!
—Hay que moverla de aquí —dijo K. como por decir cualquier cosa.
—¡Lo sé! —trató de gritar J.—. No tienes que recordármelo. No soy estúpido.
—Te noto muy tranquilo. Esto me pone nervioso. Es diferente J., ¿pudiste notar el tamaño del estruendo? —dijo K. cuando los transeúntes le empujaban. La algarabía ya era parte de toda confusión. Se movía, pero su movimiento dictaba mucho de ser rápido y menos acompañaba el resto de la caterva. Su movimiento era un hecho aislado. Sin embargo J. como K. se incorporaban vía a la avenida Bolívar. El resto de las personas se confundían entre ir venir. De lo único que estaba seguro K. que los pasos de J. no eran imprecisos, acaso con su propio ritmo. J. vestía un pantalón más informal para la costumbre como si supiera que esa tarde habría acción. Habría en cambio movimiento en sus piernas y con ellas se movería el resto de ropa informal: las zapatillas vendrían bien para esta tarde de movimiento. Un movimiento ajeno y forzado. Así que el rotar de su cuerpo no tendría impedimento. Ya estaban un poco más retirados de la Plaza O’Leary. Al menos así lo sabría K. cuando apenas él se movía porque estuvo inquieto a la espera de Clarice y tendría que dejarla atrás ya que no podía perderle la pista a J.. No todo era literatura y ahora tocaba correr lo más lejos posible del lugar. Estaba K. harto de una plaza política llena de ruido. Y lo que había detrás del ruido no le interesaba. Ni siquiera deseaba pensarlo. Sólo andar, correr. Su cuerpo era una piedra lanzada por los acontecimientos.

    Habían entonces transcurridos unos minutos y a J. le parecían horas. No se detenían. Corrían detrás de la bruma de humo ácido y caliente que les picaba. Ahora los minutos eran meses. En cierta medida los minutos pertenecían a otro tiempo. Donde ya no cabrían otros movimientos ni otra acción. La acción: huir de la Plaza. En la medida que avanzaban ya el estruendo y la bulla de las personas se parecía más a un rumor hueco y sin destino el cual se perdía en la ausencia:

—¡No se acerquen más a la plaza, están disparando! —dijo un hombre como quien vocifera en medio de una cancha de fútbol.
—¡Vamos hacia adelante! —clamó K..
—¡Calla! —dijo J..
—Debo regresarme para buscar a Clarice —apenas hubo terminado de decirlo se escucha un segundo estruendo.

5.

Clarice se detuvo un momento entre pasillos porque le parecía más oscuro que otros días. De pronto quería regresarse. Lo pensó, sin embargo, decidió continuar. Al llegar al estribo de la escalera volvió a detenerse. Temía a las sensaciones que esas paredes, el piso y los escalones le transmitían por ser un edificio viejo. Era extraño, eso nunca le había importado. El edificio entonces no era el mismo. Después se abraza a sí misma antes de dar el siguiente paso. Respira. Los recuerdos desaparecen. Ahora le preocupaba más la calle con su estruendo y la ansiedad que se inspira desde la calle hasta su cuarto piso: ella estaba tramando su propio guion de terror. Tal vez, pensó. Baja con ligereza todos los escalones. Se detiene cuando nota que la salida de la puerta principal estaba trabada y las gentes medias desnudas, asustados y sin orientación. Aquello era más un aglomerado de los cuerpos que sólo se mueven, se tocan por salir al mismo tiempo. Al cabo, desahogan sus pieles por un poco de aire fresco y salir. Clarice logra zafarse y se empuja hasta la acera del frente. Aquello se parecía tanto al país que no quería. Trata de tomar el rumbo contra el torrente de personas que iban en sentido opuesto, todavía desahogándose de los empujones. Hasta que al fin siente el aire fresco de los árboles. El hollín que se respiraba no le afectaba: la ironía de la misma tensión creada le hacía olvidar la violencia de ese momento.

      Clarice no quería continuar caminando en esa dirección contraria al resto de las almas que sólo corría para estar a salvo: sus rostros mostraban el desasosiego y sus ropas mojadas por el sudor. Sus zapatos sucios, las caras, sus manos, piernas y rostros pintados de la polución artificial. Otros no llevaban sus calzados. Ora el pie izquierdo, ora el derecho o, si no, chamuscados de correr entre la grasa y la bencina de las bombas lacrimógenas que dejaban a su paso. Iban y venían con camisas que no son camisas y abandonadas de sus amarres. Y en la medida que avanzaba Clarice, las personas ya no eran personas, sino un bulto oscuro y abstracto. A pesar de lo cual tenía que continuar. Se asusta. Continúa para no olvidar su propósito de llegar a tiempo donde K. o donde J.. Claro, era obvio que para Clarice eso no era posible: los encuentros fortuitos, al margen de ese espacio y tiempo sólo pertenecían a la literatura. Los transeúntes con sus caras viscosas eran cada vez más. Y era curioso, para no decir extraño, que poco le importaba salvaguardarse. En ese momento se percata de una pareja de jóvenes: la chica lloraba y el joven la abrazaba como para consolarla sin éxito. Éstos arrastraban también el dolor: sus rostros salados y sucios. Al muchacho se le abría un canal debajo del párpado por las lágrimas y el polvo que las unía, porque ellos no podían acostumbrarse al miedo.

     Se había creado en la mente de Clarice esta postal. Pese a lo cual no detuvo sus pasos. Anduvo con celeridad cuando una vez más pensó en el amor y cómo este concepto no se articula con lo físico. De modo que dentro de su memoria ella pudiera habitarle. No, no existía. Sí, en cambio, se representan con un paisaje lacustre y triste en sus rostros. Él con sus ojos negros. Ella, con sus cabellos castaños que se envolvían de la brisa como para procurar un pequeño rincón de esa sensualidad y con apariencias insoslayables de estudiantes universitarios. Algo sucedía en el alma de ellos cuando el dolor que estaban sufriendo era además notable en sus cuerpos. Aquí el dolor vuelve como un fotograma que se unía al resto de las sensaciones a lo largo de los cien metros que habían transcurrido. En ese momento el calor de la ansiedad se hacía sentir justo cuando Clarice estaba más cerca de la banqueta donde siempre acudía J. y reservaba su privacidad de cara al mundo. Al cabo de unos minutos pensó en regresar, pero, en contra de su voluntad. El tiempo era quien se detenía en ella. Algo de esa imagen le recordaba que todo estaba perdido, como lo estaba el país. La similitud venía al caso del momento que la avenida, los carros y la barulla hacía saber que el país no es normal. Más nunca. Aquella idea cerrada de normalidad se había perdido para siempre. Con lágrimas en sus ojos había abandonado aquella pareja. En seguido tomará su camino Clarice. desde el otro lado de la avenida. Una intuición, fuera de lo natural, le embargaba. Cruza la avenida en medio de la confusión y la humarada que aparentemente se desvanecía, pero como ya lo intuía, seguía siendo una falsa alarma.  El desorden continuaba siendo el mismo. Con la diferencia que los sonidos ahora eran más reales, sin embargo, surge la contradicción: nada era real, ni siquiera su propia voluntad. Allí estaba en medio de la ciudad.

    Cómo podía asimilar las formas de esta ciudad si ya las emociones la apartaban de lo real. Él, ella, todos estaban al margen de su memoria. Luego de esto Clarice. desertaría con la idea de llegar a la Plaza. Se dio vuelta para mirar hacia atrás: solo las espaldas de los transeúntes, espaldas nerviosas cuyos movimientos de figuraba la pérdida de un país. Una vez más recordaba que el país ya no era el mismo que esto, de correr de aquí para allá, no era un asunto normal, pensó Clarice, mientras lo real giraba como el carrete de una película en blanco y negro, cuyos roles protagónicos están conducidos por el azar. Por una parte, ella lo sabría. Y los recuerdos no la ayudaría ahora cuando su prioridad era caminar por el lado izquierdo de la avenida, pero a la luz de los hechos ya era imposible retornar por la calle Capuchinos y darle la vuelta al asunto. Otras personas corrían de este lado paralelo de la avenida. La avenida, el humo y la caterva tendrían que quedar atrás. Con esto no sería suficiente. Es decir no entendía qué la movía o que significaba la palabra movimiento dentro de su pensamiento. Quería pensar, pero aquí poco importaba. Y no tanto por los hechos, como si por sus emociones.

    Y apenas termina de pensar en ello se da cuenta que se encuentra extraviada:

    —Hay que estar aquí para estar viviendo al país —pensó—,  ¿y por qué las ruinas de este país no se parecen al de otro?
    Si acaso aquí la palabra «otro» significara algo inoportuno o impreciso. A esta altura de su regreso a la Plaza sabría que el encuentro con K. o con J. no sería posible o:
    —¿Estaban bien? —pensó.

    Y de nada serviría pensarlo. Eso le traería más angustia, desarreglo. Ahora se preguntó: «cómo era posible que las circunstancias nos llevaran por senderos distintos». Y su pensamiento quería referirse a circunstancias reales, palpables por su cuerpo. Y su cuerpo no podría engañarla en ese momento. Siempre que tales circunstancias no se midieran con realidades alternas ni cruzara con la física cuántica. Lo que estaba sucediendo no era fortuito y alguna explicación habría. Atrás había quedado la pareja de jóvenes que ahora se parecía a un retrato de fantasmas. Sí, eso pensaba Clarice, es un sueño de cuya ficción no logramos despertarnos: no sería posible separar la bifurcación que se estaba fraguando en la el alma de la ciudad. Seguiría pensando ella:
    —¿Quién escribiría el otro sentido de esta realidad?

Horacio muy entrada la noche en la Avenida San Martín.

Horacio, escribe mientras no escribe:

«Si tengo que hablarte del amor no estarás contenta. Para qué decirte mi amor, para qué decirte me gusta de ti son las partes más cochinas de tu cuerpo. Las cosas de tu cuerpo que normalmente uno rechaza. Me gustan, sí, las partes groseras y todo lo innombrado. Con las que se pueden hacer las cosas más vulgares. Por ejemplo, el culo tiene una parte de él que todos rechazamos, pero claro, lo necesitamos.Es inapelable. Así y con toda la mierda. Sin lo innombrado no me serviría de nada. Lo necesito con todo y su mierda. Sentir la sensación dejada de tu amor. Sin él nuestro amor sería incompleto. Sin duda, el amor necesita todo lo que tiene que ver con el hecho indeseado. Así son estas cartas de amor, un lugar de encuentro con la memoria y con el lugar más agresivo de tu culo. Porque más que su sensación de placer me gusta es su agresividad. Es decir, cómo el culo puede llegar a ser áspero y agresivo a un mismo tiempo y a la vez suave y placentero, de sensación penetrable. No sabes cuánto te lo envidio.  Te amo. No sé en qué momento llegué aquí y cómo ha sido. Eso no lo puedo decir. Es como una desestructuración, ¿me comprendes? Sí, esa es la palabra: des-es-truc-tu-ra-ción. …¿Qué repita? No es necesario. El cuerpo, se va haciendo pedazos y tú no te das cuenta. Entonces la basura comienza a ser parte de tu cotidianidad, estar con ella en todos lados. ¿Me estás escuchando Serguil? ¿Me entiendes? La realidad se hace pedazos, y con ella nuestras vidas.».

7.

K. se había percatado de lo separado que estaba de J.. J. y K. no sabían uno del otro. Aquí también las circunstancias estaban cambiando. Todo lo que hallaban en la avenida Bolívar era incapaz de explicarles esa nueva realidad. Más adelante patrullas policiales exigían a los transeúntes recogerse al otro lado de la avenida. J. se detuvo. A él la polución le molestaba y lograba reconocer que esa polución era más extraña, inusual para lo que estaba acostumbrado. Si se movía, era con el propósito de hallar una respuesta en cuanto a saber en qué momento habría entrado en esta tragedia como sí, en cambio, se lo estaba preguntando todo mundo. Ahora la respuesta no vendría de regreso y el lugar de las dudas estaría allí.

8.

    Mitad de mañana en los alrededores de la universidad.

    Horacio, sepan ustedes es aquel joven universitario. Él sin querer se desplazaba de cuando en cuando por las plazas. Horacio con sus ropas llenas de hollín, con la bencina de aquel día impropio. De un hedor a mierda y gasoil que no se desprendía de su piel. Mucho menos de su ropa. Ahora el cabello lo llevaba más largo, encrespado y pegado por causa del sucio ¿Qué habría pasado con él? La muerte de su novia lo habría dejado sin sentido, ya no tenía aquella alegría con el que Clarice lo había hallado. Ése no era el mismo Horacio. Al perder su amor, lo había perdido todo. Incluso su apariencia de joven. Eso habría quedado atrás porque nunca le perteneció. La vida por otra parte, tampoco le pertenece. Horacio una víctima más de aquellos hombres que saltan. Para Clarice aquella impronta se habría perdido como perdido la noción de existir en una ciudad que tampoco le pertenecía a nadie: «nada» ni «nadie» eran sustantivos totalizadores. Horacio era el vivo ejemplo de que el tiempo se había desvanecido. El tiempo  y la ciudad tampoco existían. El recuerdo de estar vivos. De tal modo veía Clarice a Horacio en una mañana como esa. Lo encontró allí en medio de la nada. Mejor dicho, en medio de la plaza, poco después de bajar del apartamento y encontrarse con la boca de la ciudad. En la misma medida que la sentía distante y perdida. Ya que le era imposible explicarse esa sensación. ¿Había caído en depresión? Estaba segura que no: aquello no era depresión, sino su lugar de la memoria, pero que desaparecía tras las horas. Y las horas, los años en desavenencia. La ruta del amor. Sin embargo, ese amor ella no lo encontraba, sino en las calles. Más bien se parece a sus libros y a la pasión por la escritura.

    Horacio es pues una imagen de sus recuerdos. No posee forma física: no lo ve, no existe. Es uno más.

    —Así que no puedo hacerlo caminar, ni respirar —una vez hubo pensado esto Clarice toma la línea del metro que la dirige a la universidad.

    Necesitaba llegar pronto y esa vez no caminaría. Baja hacia la estación de San Martín para reponer su recorrido hasta la universidad. Toma el callejón más oscuro, pero expedito hasta que alcanza llegar al mayor grueso de personas que se empujaban para tomar el andén de sus destinos. Clarice aprovecha es ocasión que es tren se había detenido y corre antes de que las puertas cierren. El pito de alerta quedaba atrás y logra entrar apenas recupera el aliento y ahora más segura y tranquila trata de mirar su reloj de pulsera. Quería cerciorarse de que llegaría a la hora, poco interés tenía en llegar tarde otra vez o la sacarían de clases. Esta asignatura de literatura comparada era importante. Se detiene el tren advirtiendo la estación y seguido sale por el lado norte hasta, con ligeros pasos, tomar el pasadizo de la universidad con el fin de entrar por la puerta principal del recinto estudiantil. Se acerca por el ala derecha de la «G » a la «D». Entra a su aula cuando de pronto recordó a Horacio. Y lo recordó como experiencia, es decir que lo vivido con Horacio le era afín. Estaba allí como una experiencia sensual: está la vida. Clarice la misma performance de sus hechos. Horacio no sólo aparece como recuerdo porque, antes de tomar asiento en su aula ve por la ventana trasera al fondo del jardín, la presencia de Horacio. Horacio en carne y hueso y vestía la misma ropa de aquel último día que le había visto. Para Clarice, mirar a través de la ventana, era mirar a un tiempo el dolor y los recuerdos. Entonces por una parte no sabía si era una realidad de su propia locura. Horacio: el fragmento de un país separado de lo real. Y los restos de esta universidad tanto de Clarice como de la universidad. Clarice miraba a Horacio mientras que al fondo la profesora mantenía la sesión de clases. Con todo, Clarice necesitaba que alguien le cuente qué pasa. No habrá nadie. Nadie sabría contarle ni organizar la narración. Sólo doce estudiantes esperaron entre las cuatros paredes del aula. Afuera continuaba Horacio, quien mordía las pequeñas hojas que arrancaba de las platas como si estuviera esperando a su novia. Miraba con intensidad hacia el aula. Él miraba y Clarice huía de esa mirada. Y ella enseguida miraba el resto de sus compañeros. Éstos por su parte sólo miraban a su profesora. Le provoca gritar: «¡miren a Horacio!» y que le respondieran: «!Y está loco».

    Como para cambiar la situación, de pronto, ve pasando a J. por los pasillos tapando éste la presencia de Horacio entre ella y el ventanal del aula. Ente ella y Horacio. Tras J. otros alumnos. J. miró a Horacio sin prestarle mayor atención. Mira seguidamente a Clarice y le saluda con gesto breve. Ella le devuelve el gesto.

    —Hacia dónde se dirige K. —pensó Clarice.

    Horacio, por su parte, seguía mordiendo aquellas pequeñas hojas del jardín. La profesora obviaba aquello que era tan real a la vez que olvidado, pero todo continuaba allí: los alumnos, la profesora, Horacio y las hojas verdes. Las hojas verdes mordida por la locura.

    Ni siquiera Horacio se lo explicaba. Tal vez en lo más sencillo encontraría una explicación.

9.

Clarice no se sentía bien con el rol que estaba desempeñando entre K., K. y J. Ni quiere ser mediadora. Pensó en esto cuando miraba el reflejo de su rostro en el cristal oscuro de la puerta principal de su edificio. Permaneció adormecida sin moverse. No lo dudó, dio media vuelta y se retiró. Quiso esta vez estar fuera de su habitación pasar una tarde diferente. Volver a sí misma. Tomarse una tarde para su propio placer. De eso se trataba: darse placer como si ella misma fuese un personaje kafkiano. Después de aquella media tarde ya no tenía cabeza para más nada. «¿A partir de cuándo se había dado cuenta de esta experiencia? , pensó. Otra vez pensando. Otra vez caminar». Cruza hacia el otro lado de la avenida Bolívar y de allí a la Plaza. Le gustaba pasear en estas horas de la ciudad. Sentir la suave temperatura que le ofrecía la ciudad y cómo la brisa golpeaba su rostro. Tanto que en ocasiones se pasaba de una calle a otra para poder sentir ese tono de la brisa. Ya la ciudad no era la misma, había menos automóviles, menos personas y la caterva de la ciudad mermaba cada día, lo que le permitiría andar con seguridad y algo de tranquilidad tal vez. Con esos modos seguía zurciendo las calles hacia la parte norte de la avenida. Para su sorpresa la brisa era menos cálida y abrazadora. Es como si la luz sólo se le mostrara a ella para entrar en un túnel cuyas paredes húmedas se ablandaban a cada paso y, al final de la ruta, el brillo de un extenso paisaje personal y sosegado aparecería. Al menos eso quería ella al margen de cualquier especulación. Los autos la distraen uno tras otro con la frecuencia de esa hora en la ciudad. Pero ella sintió lo que no esperaba porque ese fogoso pasar de los autos la distraían, pero ¿de qué podía distraerla? No lo sabría. Los autos mantenían la cadencia de estos días. Termina de subir hacia una suerte de colina más allá de setenta metros. Siempre hacía ese grado de elevación que tenían las calles. Lo importante pensar, andar y cuidarse del frescor. Andaría esos setenta metros que significaban la prolongación de ese sosiego. Y el sosiego ostentaba el entorno de las calles. Y aquí tiene a lugar la dimensión de esas formas en la apariencia de los árboles y la ciudad. Y la amistad entre Clarice y esta ciudad se sellaría en los límites del furor. Eso era lo que sentía: el desasosiego, perderlo. Perder al país.

    El país, una avenida húmeda tejida de árboles.

10.

    Serguil se dormía sin el permiso de nadie. En medio de la calle, cubierta con sus mismos trajes, pantalones rotos. Su cuerpo muy bien conservado, pese a sus cruzadas por la ciudad y por ese pequeño rostro girado de polvo y sol. La intemperie dibujando cada uno de sus trazos tanto en sus manos como en sus labios. Se voltea para mirar a Clarice quien sólo miraba hacia el frente de su ruta: el transeúnte delante de ella sólo marcaba el límite de su propia mirada, mientras Serguil la miraba con una fijación extraña como si buscara el brillo de una piedra sobre la superficie de arena. Y la única distancia entre ella y las piedras sería la emoción que le producía la memoria: el olvido. Olvidar todo. Serguil dejó pasar a Clarice como quien deja pasar cualquier deseo: lo anhelas, pero también sabes que lo pierdes porque «se te seca en la piel», pensó Serguil. Mientras esto sucedía la tarde le invitaba a caminar, pero caminar sola tal como le gustaba. En ocasiones los jóvenes curiosos volteaban hacia donde estaba, ya que de alguna manera su belleza los seducía. Así es, era una joven bella. Si bien bella no menos extraña en esas circunstancias. No quería Serguil, por un momento, estar en los muros o en la pérgola. Gritar no es algo que le hacía sentir especial. «Alguien tiene que escucharme», clamaba en su furor interno. Y como ella quería entenderlo. Escuchar a los demás, cambiar las cosas, su mundo o su visión. «Entonces Serguil, rumió Serguil, recorre tu ruta y sigue en tu camino. Y repite la palabra puta. Puta. Entienden en voz alta: la palabra clara y violenta: ‘puta’». Serguil deja de girar en su propio entorno para volver a la banqueta de la plaza. Se levanta y regresa a la calle. Da media vuelta y grita: «¡Serguil, la puta Serguil… Puta, puta…, puta…, puta». Se para y continúa: «Puta». Las personas volteaban para mirar a Serguil, pero miraban como quien mira en la calle a la encarnación del olvido. «Es eso: la locura», pensaban los transeúntes, otros reían con somera expresión de sus oportunidades. Les era inexorable. Serguil había estado bastante rato en la plaza. Necesitaba movimiento. Y enseguida se desplazó con ligereza hacia la avenida San Martín: hacia un lado, luego al otro. Se detenía, caminaba mirando hacia el piso, seguido de tres segundos, levantaba la cabeza. Gira hacia la izquierda. vociferaba la palabra «¡mierda!» Como se encontraba una madre joven con su hija, ésta al escucharla, tomo a la pequeña por sus manitos y se retira con la mayor prontitud posible del lugar, quien, mientras lo hace, voltea para atrás como buscando ayuda. A Serguil se le escuchaba murmurar, a pesar de lo cual las personas no querían tolerar ningún significado de ese sonido ininteligible. Demasiada violencia tenía ya en sus vidas. Se largaba la madre y la niña como lo hacían el joven más adelante, la señora y los otros niños con su padre. No querían. No deseaban esa violencia. Era la primera de tantas veces que Serguil gritaría de cuando en cuando justo a media calle. Y la calle no mediaba con los recuerdos. La calle es dura y ruin porque los gritos pulsan entre sí y el único vencedor es el miedo sobre los labios de Serguil.

    Por momentos ya no quería estar allí ni en ningún lugar. Da con la idea de que tenía que buscar lápiz y papel: «lápiz, lápiz, lápiz…, papel, papel…». Sin descanso. Regresaba a la banqueta de la plaza y volvía al centro de la calle: «lápiz…, papel…». La calle es su rutina, tres o cuatro personas estarían conscientes de quien era realmente aquella persona que gritaba. Esta joven que se perdía en el gesto tardío de repetir palabras en resonancia con el estruendo: la calle, entonces el reinado de los perros que muerden la noche donde los huesos han sido arrastrados por otros. No importaría. De pronto Serguil se encontraba en medio de su propia sombra porque la noche se alza en su desasosiego. En cierta medida Serguil mostraba tener esto claro, había un lugar de su conciencia que le sería relevante en esa relación con las cosas. Y las cosas no irían más allá de ser un profundo hueco en su cabeza. Con ligereza habría podido salir de la Plaza y proseguir sin rumbo definido.

   Los estudiantes se hallaban en la calle y nadie los detenía. La belleza de su energía la impulsaba el profundo deseo de cambiar al mundo. Empezando por ella.

   —¡Libertad! —gritó Serguil.

    Se detiene y se sienta en medio de la calle sin importar nada.

11.

    Ese día J. se había levantado muy temprano. Como su mejor ropa. Se arrimó la corbata y por un momento olvidó que había dormido poco. Ese día necesitaba dormir más. No deseaba hacerlo. Lo único en lo que podía pensar era en retomar sus clases: entrar a su aula donde lo esperaban sus alumnos. Repetir la alegría de «soltar» su discurso por el cual se había preparado lo suficiente. Notó que la corbata no estaba pulcra como a él gustaba. Se dirigió al armario. Toma otra corbata más negra acorde al traje, regresa al espejo y enseguida termina de acicalarse. Es la corbata, la camisa y el ajuste de sus pantalones. Por lo que cuenta para ese día. Se decía delante del espejo:

   —Vas a controlar la situación, esta vez no te dejarás llevar. Saldrás de aquí, irás a la plaza O’Leary bajo tu control. Recuérdalo, bajo tu control —palabra última ésta que le suena muy extraño en su cabeza. Se la repite—: control, control…

    Hubo salido de su apartamento para encontrarse en medio de la plaza, apenas la tarde comenzaba y la rutina aún no embargaba la tarde. Allí estaba a través de ese periplo de situaciones que trababan el día a día de J.. Pensar y actuar se une en él. Así que la acción de éste estará asociada al pequeño hecho de salir de su apartamento, caminar por la avenida los metros necesarios hasta sondear la avenida o algunas veces cruzarla. Continuar y retomar el ritmo .

    La cadencia de sus piernas lo llevarían al lugar, eso lo sabría. Lo que en cambio le preocupaba es que sucediera lo que temía. Es decir, era una angustia compartida entre su razón y la necesidad de describir los hechos. Su pensamiento aprendía a relatar. Y como en todo relato la acción es muy importante y éstos, sus personajes, aprendían también a moverse. Él en principio enseñaba eso con la diferencia que ahora tenía que practicarlo y ponerlo en marcha. A fin de cuentas, quien lo estaba necesitando era él. Él no sólo es un pronombre sino la persona con la cual tenía que desdoblarse. De modo tal que él mismo se explicará lo que estaba aconteciendo en ese relato por medio del cual su vida se expresaba en frases, verbos, enunciados y ritmos los cuales sólo se narran en su cabeza.

    Al pensar en esto, termina de ajustarse la corbata. Acto seguido se peina. Limpia su rostro. Aún, inesperadamente, ha salido de su apartamento puesto que aquellos pensamientos se hilvanaban sin poder organizar sus ideas y mucho menos su cuerpo podría detenerse.

    —¿Y cómo salir con la cabeza caliente de tantos hilos enredados? —pensó—. Ya tendré tiempo para encontrar una salida.

   Su relato, bajo estas premisas no terminaría nunca. Sería pues una larga novela totalizadora.

—¡Basta! —se dijo, toma su billetera y se larga, esta vez sí, lo más pronto.

    En la calle las cosas empezarían a suceder, nada cambia. Atrás quedaría su habitación y, el espejo. Y sabríamos ya cual es el final de esa historia de J. Él estaba seguro de no ser un personaje, la trama no se desarrolla dentro de los hechos reales. Aquí nada era real, siempre, que sus alumnos lo entendieran así.

    Una alumna en particular.

    Clarice K. así es como le llaman. Así se hace llamar.

12.

En la Plaza O’Leary. Feria anual de libros. 7 pm...

—¿Qué ha sido ese sonido? — dijo Horacio.

—Ya sabes, aquí en la «Y» de la ciudad siempre se escucha la barulla —responde Serguil.

—¿Hoy podremos dormir aquí? —Dijo Serguil.

     —Quieres decir aquí en medio de la plaza? —sostuvo con duda Horacio.

     —Dónde más.

    —Recuerda que no estamos en mi casa.

    —Lo sé. No soy tonta.

    —¿A qué te refieres con tonta?

    —A la realidad

    —Cuál realidad.

    —La nuestra

    —Eso no existe

    —Claro que sí Horacio. No trates de confundir

    —No mi amor, no lo hago, sólo que trato de poner las cosas en perspectiva.

    —Horacio, sonidos, soledad. Y en la noche, además de hambre, frío.

    —Serguil, mi amor. No te angusties.

    —No se trata de escoger. Aquí estamos y no lo podemos cambiar.

    —No quiero que cambies.

    —Ni yo.

    —Siempre me estás hablando de cambios. Me gustas Horacio

    —Pero me refiero a nuestros cambios.

    —Esto no es normal. Aquí nada se puede cambiar. A las mujeres nos cuesta un poco más.

    —Nadie quiere cambiar.

    —Qué otra alternativa tenemos. Yo como tu chica dependo de ti. No porque sea sumisa. Es que esta realidad no la entiendo, me cuesta clarificar la realidad.

    —Al contrario, soy yo quien depende de ti.

    —Ambos estamos atrapados.

    —No es el crimen lo que nos importa. Es el hambre.

    —¿Ves Horacio?, estás comenzando a entender.

    —Más bien, nos estamos entendiendo.

    —Y sí, lo diré, tal como lo dices: la realidad no existe.

    —Ayer éramos estudiantes. Hoy, en cambio, en medio de esta plaza jugando a Duchamp.

    —Diría al hambre.

    —Bueno, es nuestra propia performance.

    —¿Horacio?

    —¿Sí?

    —Tengo hambre —dijo Serguil con la plena convicción de no ser oída.

    —Levántate —dijo Horacio.

    —Qué con la Plaza O’Leary.

    —No sé.


13.

Clarice se sentía ajena a los propósitos de K.. Esperaban juntos por algo nuevo, pero escaseaba de parte de ella cualquier sentimiento de propiedad. Y a veces los días eran así, como la distancia del deseo. K. y Clarice en la búsqueda de un deseo. Ella en su imagen se separaba de K. tanto por intención como por hecho de vida. Clarice, la grieta del tendón, la figura de la calle. Clarice, tan voluptuosa. Clarice de muslos abiertos que se abandona por el regazo. En ése, donde deposita un libro de Rodolfo Fogwill. Sería K. quien le habría concedido tan difícil adquisición gusto por la lectura. En un país donde ni siquiera el dolor consigues. Todo duele, a todos le duele. Si todo duele, nada duele. Nadie piensa en leer, pero el regazo de Clarice tendría esa extraña paciencia de colgarse de este libro que a nadie le duele. Tendríamos que decir que nadie lee por supuesto. No seamos tan obvio para decir que hay algo más que literatura en el regazo de ese cuerpo tan deseado por los K.. Dejémoslo hasta allí.

Continuemos: era un cuerpo poco frecuente, veintitrés, veintisiete años a lo sumo. Desde allí este cuerpo no era para todos. Sabíamos —sobre todo K.— que ese cuerpo, además de ajeno, era extraño. Trato de explicar: ella estaba y era menester mirarla, pero mirarla desde la ausencia. Miras y no miras. Vuelves a mirar con discreción. Por lo general evitamos esos problemas maritales. K., ante Clarice y por su apariencia, era cualquier cosa. Nadie conoce a K., allí era el amante, el pretendiente, el deseado. No su hermano. Eran dueños, creía el resto del mundo, de su felicidad, como mirando la mirada de los gatos. Te seducen y los abandonas, me refiero a la decidía de los gatos. Esa que no interesa, que no duele, que tiene sentido o que parece a un sombrero de paja bajo la luna: las formas no se notan. Y eso eran K. y Clarice, una apariencia que tendríamos que abandonar: cruzar la calle, rodear la Plaza O’Leary. Mirar, dejarlos. Sin embargo, sin renunciar a las piernas de Clarice. El cruce de piernas de la Plaza O’Leary. El más hermoso. El más deseado. Así y como fuere todos miran como si cayera un pececito dentro de la fuente de la plaza. Así de extraño. Así de mezquino. Que todos ven, ¿él lo verá?, me pregunté. Nadie me respondió porque nadie también está en mi cabeza. Aquí después de todo quién está loco. Sólo la imaginación. La imaginación del gato que se pasea por sus piernas. La imaginación de ella. De quien la acompaña. Los gatos, casi todos los gatos del mundo se jaspean las piernas de ella y la de los otros. No serían entonces las manos de K. quien estaría allí, sino las patas de su gato. Así se imaginaba el deseo o la necesidad que tenía ella de ese deseo. Ella, K., ella, otra vez ella. Su amiga que también era amiga de K, pero no de los gatos. Aun así ella sigue allí detrás de nadie.

El verbo con el que resuena tu cuerpo. Clarice, sentada sobre la banqueta de la Plaza O’Leary. K. en la ausencia.

Esa idea del cuerpo, ajena a mí, hace que sea extraño para quienes me desconocen, cuando has estado en esta mierda de botiquín cuidando a otras personas una noche detrás de la otra. Decía a oídos sordos, como preguntándole por la hora: nada que te beneficie, pero que te convence cuando has indagando el tibio trabajo que se te atraviese. Y eso no tiene nada de nuevo. Lo que lo puede hacer diferente es el hecho de que tengas que atender al mismo número de travestis, putas y chulos, maricos, maricos que todavía no lo son y otro trasvertí que se enamora de mi cuerpo equivocado. Hasta me ha confundido uno de esos chulos con un vendedor de palabras. Es curioso porque las palabras no se pueden vender, al menos que las necesites, es decir, cuando en rigor ya no tengas otra salida: las palabras te salvarán, no lo sabrás, te salvarán. Pues, seguidamente asumí este noble oficio de vender palabras. No sabrá él, insisto, qué hacer con las palabras. Si le vendo una palabra, querrá la otra cuando la garganta se le anude y su cara de hielo esperando el vacío necesario para la palabra, sólo por el hecho de estar cuidando la puerta de esta pocilga (aun­que para muchos es el mejor lugar de la ciudad), en cambio, es el sitio donde las palabras se venden. Para mí no es más que una pocilga. Nada más. Con la única diferencia ahora que mi cuerpo ha empezado a identificarse con toda esa basura. Me explico, si por mo­mentos pensabas que toda esa mierda de los travestis te era ajena, ahora, siento unas ganas, un poco extrañas para mí, de probar con eso de hacerme mujer o vestirme como una mujer, de calzarme, arrimarme, sonreír, moverme y peinarme como una mujer o ser una marica. Sin embargo sería muy superfluo. Ya no sé cómo llamar a todo esto porque soy una mujer. Ahora el texto que tengo en mi cabeza dice que soy hombre, es probable que la confusión venga por mi falta de vender el total de esas palabras. Sólo estas, no más. Ya veremos de dónde viene la confusión. De lo que estoy seguro es que me quiero vestir como mujer. Cuando veía pasar una y otra, muchas veces las confundía con verdaderas mujeres. De hecho, considero que son hermo­sas. Las emociones que recibía cuando pasaban eran la misma que se puede sentir ante una mujer completa y divina cuando tienes a una mujer her­mosa al frente que significa excitarse con la ansiedad del cuerpo ajeno, del otro sexo. Y tal como tienen que entenderse, debo decir del otro sexo. No del sexo opuesto. ¿Confuso verdad?, le repetía a los oídos de nadie. Después de un tiempo ya me había acostumbrado a la idea de convivir en esta pocilga.

El ver una mujer tomándose de la mano con la otra no era más que una fantasía sexual de cualquier hombre que nos visita a diario (incluyéndome porque estoy medito ahora en este texto). Pero en este instante, al vivirlo en la mujer que había despertado en mí tantas ganas juntas, mucho antes de estar aquí tra­bajando de sentirme mujer. Pongamos por ejemplo: cuando antes la veía en mi oficina llegar con su traje ceñido a la que sólo le acompañaba el efecto de su cuerpo y de su larga cabellera. Estoy seguro que saben muy bien de qué les hablo (sobre todo lo saben mis ami­gas lesbianas) cuando tienen que ver a una mujer de tal sencillez. Bueno, allí la tenía yo. Visitando este burdel —para qué nos vamos a engañar con aquella palabra celada de «pocilga»—. Había pasado cinco años desde entonces, pensando en cómo había sido mi cambio, justo cuando siento el agradable placer de sus pechos sobre mí, su especial respirar que se envuelve desde su moviendo acompa­sado. Son tantas las ganas que tú no sabes si el puro deseo te va a dominar cuando, si bien estás por devolverle el mordisco en el labio, se atreve a decirme: «estás bien vestida hoy». Allí me había quedado reci­biendo tanto placer (no exagero el abrazo de su saludo). Esas palabras suyas habían significado para mí que mi cuerpo de mujer se confundía con el placer de aquella otra tan exigente del hombre hundido en mi cabeza. Estaba disfrutando ya mi cuerpo de mujer. Ese día no estaba de portero. Tampoco me parecía un burdel el lugar. Aceptaba apenas su condición de cabaret.

Disfrutaba con ella mi cuerpo de hombre.

Le entregué la cuartilla con el susodicho texto. Me pagó. Y se retiró. Acto seguido me desvestí.

Fringe 101. En la tienda del árabe. La puta Serguil.

«Tiene demasiado pelo… en las cejas… ha­blo de ti, ¿de quién más? …» Era lo que Serguil decía sin bajar la voz, pensaba J., formando su monólogo con la idea de comunicarse con el lector, mi propio pronombre. Para tal efecto, sin el permiso de la literatura ni con su rigor formal, quisiera explicarme los hechos. Fluya pues con la misma voluntad del lector, que nada lo agote, que no existan límites en ese nivel de la conciencia, que las paredes se cansen, que el árabe de la Plaza O’Leary me siga sonriendo, que este día no sea el día y que en su boca no articule mi nombre. Sólo la miro. Miro sus ojos vencidos. J., al tiempo que pensaba, le oía con atención, como si la ausencia de J. fuera necesaria: «no te asus­tes ni imagines mal, que se trata de diferen­tes pe­los y de otros pla­ceres o… ¿qué pensaban? ¡No!… nada de eso. Des­de hace mu­cho tiem­po que… ¡Uf! …que no sé nada de eso… ¿Com­pren­des, ver­dad? Por­que una pue­de es­tar aquí entre la basura y no pensar en nada que no sea la comida. En­tonces, en el me­jor de los casos, pruebas sobras. ¿Cuán­do pueden ser, aca­so, tres veces al día? Así es, voy al montón de basura que ocultan en la Plaza O’Leary, selecciono y como, como, como… No es un hecho aislado, depende del esta­do de ánimo de las personas: «o sea, les explico». En ese momento J. hacía cierta pausa con la memoria: «¡Espera!… sí, tú, espera, ¿qué ves? Creo que no te queda nada de mi cuerpo para dis­fru­tar. ¡Ya va! Déjame terminar. Y después va­mos… a lo que quie­res. Primero, debo recordarte algo: si no tie­nes comida con que pagarme no obtendrás nada de mí… ¡No te rubo­ri­ces!, cál­ma­te. Sólo me re­fiero a los re­cuerdos. De cual­quier mane­ra no se emo­cio­nen, como dije, hace ¡Uf! que no… Bue­no, olvidándonos de malas corrientes, decía que de­pende del ánimo de las personas, de cuándo pueden darte éstas dinero, y para que en efecto te lo den, tie­nes que poner dis­tintas ca­ras. Por ejemplo, de­bes mostrar un rostro de miseria cuya mirada no es, en rigor, una mirada de ham­bre. Les descifro, el hambre tiene un rostro y la mise­ria otro. Les revelo, una vez más, el hambre tiene un rostro y la mi­seria otro… ¿Se dan cuen­ta? Depende de cómo sea tu necesi­dad: si es de ham­bre o si es de mi­se­ria… Antes, empezaré con el rostro de mise­ria, luego con el de ham­bre… mise­ria… hambre… miseria… ¡Ah!… ¿cuál de las dos caras te gus­ta?».

     Aquí la escritura estaría hecha con los improperios de ella en la cabeza de J., quería encontrar aquella relación con las palabras que le otorguen su dinámica, crear una posibilidad diferente con la representación del lenguaje literario. Es eso después de todo, un espacio paralelo con las palabras. De allí su alteridad en la estructura de sus otros relatos. Aquellos que no gritaban en medio de la Plaza O’Leary, sino hechos en lomo de libros y depositados en anaqueles. Entonces J. hizo una pausa y volvió a pensar: «de ser lícito o no, no es lo que acá está diseñado, pero dejar en duda la realidad, crear, en cambio, esa relación con lo lúdico y un intento literario acaso».

     Otra vez pensaba J. y la oía como queriendo encontrar una respuesta: «porque po­dría cam­biar mi ros­tro, se­gún la penu­ria. Y esto es útil cuando una tiene aprie­tos de todo tipo. ¡Inimaginables!… ¡Mi bella! Deja de pensar en esas porquerías de alcoba. Desde el principio me refería a los pelos de las cejas. ¿De acuerdo? Porque, ¡mi bella!… hace… ¡Uf! que … ¿En­tiendes? … hace tiempo que…». No sé,…, se decía J., si el lector percibe, en caso de que yo quiera escribir esta arenga, el extracto lúdico con el que se establece el nivel del discurso, en una relación con la lectura cercana a un ritmo tomado de la calle, como si el perfil del personaje organizara el componente verbal con el que se expresa, si acaso debemos llamar esto expresión: «Volvamos al tema», aún gritaba Serguil, como si las paredes no se cansaran de oírla: «si estoy espe­ran­do algún pendejo, no será por bo­ni­ta, sino, porque he soportado tantos hombres encima de mí que ya he per­di­do la cuenta. Pero se debe a algo: el no haber com­prendi­do la dife­ren­cia en­tre los pe­los, per­dón, para ser más edu­ca­da, entre las ce­jas. Ya que una tie­ne que diferen­ciar un pelo del otro para que no te quedes a pedir. ¿Ves?, como yo… ¿Si espero a un pendejo, acaso, es por qué estoy pidiendo?           

     »Tienes que diferenciar… Si no diferencias, no sabrás cuáles son los gestos para pedir y cómo debes usar el cuerpo para ello. Es mi manera de usar el cuerpo de modo subversiva, contracultural diría en otros momentos. Es decir, como vaya la necesi­dad, irá el gesto… ¿casualmente, no­tan el tipo de cara que tengo? ¡De hambre!, sí, pero de un ham­bre especial. Y saben, ahora, qué tipo de hambre es. ¡Sí!… ¡Ay!… ese tipo de hambre sin que te hace daño. Y que aquí estoy tratando de aliviar. No te fijes en mi apariencia, a la hora de tener que hablar de mí. Aquí, donde tú…, us­tedes, me ven… vengo de una cla­se so­cial con toda la amalgama de compromisos que eso significa».

     J. notaba cómo ríe Serguil, adhiriendo la sonrisa en los árboles de la de la Plaza: «disculpen la risa, la ri-sa, la ri-sa, la ri-sa». A veces, se decía J., no sé dónde estoy. La miseria nos hace cavilar con el hambre de los días, con la ansiedad, con la ciudad partida en dos, una ciudad de la Plaza O’Leary y la otra mitad con la figura del hambre, con la duda de lo real, con ratas disfrazadas de hombres, con los perros mirando las sobras, con la muerte en el gatillo, con las tardes solas para ellos y con sus antagonismos: o estabas con la revolución o contra ella. O blanco o negro. El hambre no es literaria (o sí, si has leído a Kafka) y ahora se oculta en las formas de esta mujer, antes en la gloria, antes en la vida y ahora escindida en las ideas de la locura . Una revolución que no ha servido para una mierda: continúo la mujer con el juego o con el delirio y en la mente de J. la voz Serguil bramaba: «el hecho de que uste­des me ‘vean’ aquí no signi­fica que no tenga bue­nos modales. Todo lo con­trario, he sabi­do de buenas comidas, de cómo com­portarse ¡y de cómo estar en los mejo­res lu­gares!… ¡Ay! y de las malas costumbres… ¡Ni hablar! Bue­no, pero las cosas cambian. Todo me pasó por meterte con pelos que no debía, con pelos que no debía, con pelos que no debía. Y así, va pasando el tiempo, cuando te vendes al mejor postor. Hasta que descu­bren que eres una tremenda…¡No! no lo digas Serguil, eso también es un lugar común. No, tienes por qué confesarte a las primeras de cambio. Déjale un po­quito de miste­rio a la gente —no sé si prefiero en estos momentos tocarme el cuerpo al proferir las palabras como un estado de excitación, dejémoslo así por ahora—. Hay de todo y para todos en la viña del señor. Sin embargo, tienes que ser un poco reca­ta­da, un poco digna, otro lugar común (Del latín dignus, adjetivo: Merecedor de algo)».

     La gente se iba agolpando y vitoreaban loas al gobierno: ¡Viva la revolución! y cosas así. Otros se detenían por simple curiosidad, otros por aburrimiento. Continuaba Serguil: «después de todo, las cosas suelen ser como es­tán pen­san­do a estas alturas. Y es fácil de en­tender: pri­mero buscas al ingenuo, que tenga una apa­rien­cia ade­cuada u otras bajezas y otras a medias. O sea, miras la ropa que él lleva puesta. Por­que la ropa nos dice, ustedes sa­ben… cuánto dinero carga. Claro, una no debe revelar lo que pretende de él. Las mu­jeres somos de respeto —otras dicen que eso es puta, meretriz, dama, rancha, ramera, urraca, furcia, pípila, güila, pirujo, buscona, fulana, pelandusca, jalona, gamberra, bordiona, mozcona, magalla, jinetera, zorra, zorrona, zorrupia, peliforra, perendeca, tusona, gabasa, maraca, iza, rabiza, lumia, cortesana, hetaira, hetera y en fin,—, pero ¡soportar un hom­bre du­ran­te mucho tiempo! es una cues­tión de tolerancia. No de… pu­tas. Insis­to: tengo mi manera muy digna de comparar los ‘pe­los’ de una a la media. Tienes para seleccionar. Una tiene que mirar muy bien, no vayan a abusar de ti. Pero tú allí, alerta, pendiente de que nadie quie­ra hacerlo… Miren bien: una se acer­ca al ingenuo, con mucha de­licadeza, con algo de tacto. ¡Mostrándo­te cómo somos las muje­res!: muy pulcras. ¿De qué otra ma­nera podemos acercarnos, sino con toda la vergüenza del mundo? ¡Fíjense! Cómo hago yo, y así, no se lamentarán de abusos. Si hasta entonces me han seguido, veamos algo, las muje­res, nos porta­mos bien, ¿verdad? Sobre todo yo que soy madura como para que me confundan con una adolescente. Ahora, si quieres asumir lo que he di­cho, ¡acércate al hombre con prudencia! Miren bien si lleva corbata. ¡Que no sea una chalina de cajero de banco! sino, una muy dispareja, por supuesto, la del ge­rente. Porque la cosa debe ser con el gerente… Ya dije… soy una mujer decente: cuanto más cerca estés del gerente, más virtuosa y serás algo más es­pléndida contigo. ¡Entonces!… entonces… te le aproximas… poco a poco, con mu­cha pun­tería. Hasta que, al fin, luego de una calma espera, te mire él y te mire con toda la mala intención: con ¡morbosi­dad! En ese momento ¡ya lo tienes atrapado! Es completamente tuyo, para ti solita. Y tú respondes, discretamente, desde luego, con una ojeada similar. Viéndolo de arriba abajo. Sobre todo, te detie­nes… tú sabes, allí en la entrepierna…».

     De aquí en adelante J. pensó en usar otro ejercicio de la escritura para acercarse a la intención de las palabras, como pensaba, en un «acto de habla» que se coloque en juego entre el lector y lo que le representa la composición de la escritura en el lugar de su pensamiento. La avenida San Martín quedaba sorda ante la voz de Serguil y la Plaza O’Leary no se iría del lugar: «te fijas detenida­mente… ¡Ah!… Con mucha sobriedad. Eres, recuer­da, una mujer limpia, ¡prísti­na! Una vez que lo hagas, sabrás que lo tienes en tus redes. Empezarás con una con­versación doméstica, sin que pierdas tu objetivo: ¡que el gerente te mantenga! ¡Ese es el gran placer! Porque nosotras, también, a nuestro modo, los mantene­mos. ¿Qué le mantene­mos? ¡Ay!… Vaya usted a saber… Y es cuando, al ver el ‘fardito’ en el arco de sus piernas, te das cuenta que el vestir tiene mucho que ver con el amor. Se los digo, porque el estar aquí, es­perando al pendejo que les dije, para con­seguir, repito, la comida del día, la comida del día, la comida del día, no signi­fica que no conserve mis gustos y mi moral en alto. ¡Coño! Aquí dónde tú me ves, donde tú me ves, donde tú me ves, con esta facha de últi­ma moda, tengo todas las necesidades de una mujer mortal: las ganas de ver los mejores farditos. Y es lo que estoy espe­rando. Sepan, entre otras cosas, que por estos lares pasan de todo tipo de «farditos» y de todos los tamaños, para todos los gus­tos. Sin embargo, soy parca. ¡No te vayas a de­latar! Tienes que hacerlo con disi­mulo. Se los vengo di­ciendo… con sosiego, ¿de acuerdo? Sosiego… Te lo tomas con calma. Te fijas directamente a sus ojos —para que ellos sigan cre­yen­do que nosotras las mujeres sólo nos fijamos en el alma y en el cora­zón a través de los ojos—. Es bueno que lo crean así. Es decir, que te crean ¡inocento­na!… y, que tú dependes de ellos. A los hom­bres les encanta creer que depende­mos de ellos. Es así como debes pensar antes de posar tu mirada en la cremalle­ra… ¡Va­mos! tú sabes, querido, lo prime­ro que vemos en un hombre…». Insistió en su pensamiento J. con el hecho de cómo hacer participar al lector, así que, el tono debe incluir todos sus giros gramaticales que son necesarios para la voz de la narradora: «A ti creo tenerte… muy cerca, de verdad muy cerca y acto seguido me doy cuen­ta del final de esta histo­ria. Si me tienen un poco de pa­ciencia les echo el cuentico. Mira, lo que me va suce­der contigo mi amorcito»… La escritura de Serguil, recordaba J., se escribía entre los edificios, los locales de dos pisos, sobre el ribete de la avenida Bolívar y la «Y» de la plaza O’Leary. Todo se movía al ritmo al de Serguil o al ritmo que asentaba las palabras, al igual que con aquel hombre que observaba unos metros más atrás. Entonces J. dedujo que podría ser el propósito de la narradora el hacer ver en los vocablos la extensión física de la mirada: «si sigo viéndote la cremallera como te la estoy vien­do, es el fin del mundo… de lo más divino. Voy a expli­carme: todo se inicia de lo más agradable. Desde ese momento me sonríes, unas cuan­tas miradas de complacen­cia. Una in­vitación cordial con cena ele­gante y todo. Al principio, te mostrarás como buen macho. Tratarás de ponerme mano —con la excusa de un regalo en la otra mano—. No sé, imagino que lo ha­rás bajo la mesa de una noche romántica, llena de ve­las y regalos ocasiona­les. El poder de tu regalo lo muestras junto a tu capaci­dad viril de tu mano». Una vez más el giro gramatical de aquel «acto de habla», lo notaba J. ante la mirada ausente de los transeúntes o’learyanos. No importa, se decía J., lo gramatical es el poder del lenguaje y el lenguaje el lodo de mis pies: «¡Ay!… comienzo a sen­tir tu mano fría a la altura de mi rodilla y, con mi sonrisa de sa­tisfacción por tu rega­lo, la vas colo­cando cada vez más cerca de los mus­los. Un buen tiempo te detienes allí, justo cuando te digo ‘que no debiste to­mar­te la molestia en hacerme un regalo tan caro’ (realmente es una barati­lla, ¡por­que cómo son de estrechos los hombres!) y… ¡ah!… sigues, por ahora, sobre mi entrepier­nas… muy despa­cio… Cada uno de tus dedos… des­pacio muy cerca de mi vagi­na. Cuando dices: ‘fue poco lo que me costó’. ¡Ay!.. ‘¿qué te sucede?’ (dices entre­tan­to). No nada… ‘Puedes conti­nuar’… y tú extrañado, me recuerdas: ‘¿continuar con qué?’, como si no supie­ras qué está suce­diendo… ¡Ah!… pero eso no im­porta: ante tanto placer y una sin que la toquen durante tanto tiem­po. ¡Mi niña! Allí no vale nada, sólo que te alivien. Pues aque­llo conti­nuará de lo más eterno, de lo más placente­ro. Sus manos dentro de la cavidad del placer, mo­viendo sus dedos al compás de mi jadeo, poco a poco. Y tú, afir­mán­dome, de lo más iróni­co con los comen­sales: ‘es una ma­nera de enlazar nuestra amis­tad’. ¡Caray! con toda su mano metida y él pensando en la amistad. Aquello me provoca­ba toda la risa del mundo. Entre risa y jadeo iba pa­san­do la cena en aquél bello restau­rante…»

     Quisiera, seguía cavilando J., verse en aquella representación del lenguaje y las formas del cuerpo o cómo la voz de la narradora puede alcanzar la idea mental del deseo sexual:

     «¡Ay!, aquello era tan divi­no… Ah… Pero no se entusiasmen mucho porque las cosas siempre empiezan así. De lo más bonito… Y cada vez que «gozábamos» de una cena especial, él colo­caba sus manos para dar inicio a un nuevo coi­to. Una y otra vez. Hasta la próxi­ma. A su tiempo, tenía­mos dema­siadas cenas especiales, hasta que aquello se hizo ruti­na. Las cenas especiales, nada tenía de especial. La mano bajo la mesa era más insípida y arisca… Una mano en la vagina que variaron en do­lor. Ya que la mano bajo la mesa no la coloca­ba entre mis piernas, sino en la ¡cara de un coña­zo! Cuan­do no sen­tía el jadeo cotidia­no que podía satisfa­cerlo. ¿Qué podía hacer? Esperar que, para entonces, no existieran los coñazos. Inclu­so, él había susti­tuido la cama por la mesa. El amor por los gol­pes. Pues, te acos­tum­bras a la mano frente a tu cara. Tomas una salida. Vas al gimna­sio. Entre buscar el lugar en la calle, los golpes y la rutina de la cocina».

      Serguil movía las manos, las zarandeaba tratando de rasgar el cielo con la punta de sus dedos. Reía y acariciaba el cielo, erraba y ahora dirigía sus jemes a los transeúntes. Uno aquí otro allá. Los cuerpos de los espectadores serían aquel lugar del cielo que no podía tocar. Con ritmo, omisión y olvido les miraba. Fracasaba por supuesto, acto seguido reía a carcajeos y continuaba con su perorata: …«Ter­minas, sin pretenderlo, hallando expe­riencias extrañas aquí en la ca­lle… No encuentro otra razón para estar aquí que no sea sino para experiencias extra­ñas. ¡Y vaya que son extrañas! De lo más extra­ñas. La crisis del país es como el amor, insisto, oscuro, confuso y odiado… ¡Es más, basta! Estaba aquí, en medio de esa conjetura del deseo, por­que buscaba montarle ca­cho a él. Ya, ya lo di­je. Le monte ca­cho. Le monté cacho, le monté cacho. Cacho. Cacho. Montado». Volvían aquellos viandantes a mirar más por morbo que entusiasmo, algunos lanzaban vocales sordas a la audiencia: «cállate loca, y a esta qué le pico, amárrenla», así venían las vocales que se omitían por la voz alta de Serguil cuya voz murmuraba en alto en las tapias de las aceras. Se le advertía y levantaba más la voz. La gente miraba o perseguía esa voz buscando, más que oír, la conciencia de ese discurso. Podrían estar preguntándose: «¿esa loca sabe lo que trata de decir?», otros dirán: «parece una profesora pegando gritos», «media sabia la loca, ¿no?».

     Iban y venían sus gritos:

     «…Pero no es como están pensan­do. O sea, con un jo­ven tierno y cons­ciente de sus palabras, con tiempo para escu­char­te. ¡No! Era joven, sí, pero, ¡carajo!, mien­tras escu­chaba tenía que alimentar su olor a caña clara. Por cada bo­tella que le daba, me escu­chaba una horita más. Todo lo hacía cuando ha­bía deci­dido irme de tanta mano fría debajo de la mesa. Y no sé, aquí estoy. Contagiada de una manera de ser ‘puta’. Vuelvo a decirlo, entre la huida y la confu­sión: ‘una dejadita’. Por lo menos ya no llevo coña­zos. Me en­cuentro acá buscan­do mi silen­cio. Sí se­ño­res a cambio de una botella de agua cla­ra… me ha echado todo un baño de sudor ese borra­cho… y des­pués de agua clara, cualquier bo­rracho se acerca. Por tal razón imagí­nense cuán­tos vienen por ti. Cla­ro, es como se diría: ¡divi­no!… pensarán, después de esto, qué sucede cuan­do he conse­gui­do «caba­llito fre­nado». Aquellas sudade­ras entre nosotros eran para­di­sia­cas. A más bote­llas, ¡mejor el jadeo! Una bote­llita, un ja­deo. Una bote­llita, un jadeo. Un jadeo, una botelli­ta. Consideras que una está aquí espe­ran­do cari­dad de la gente. Y no todo es como lo pintan. Una aguarda muchas cosas, una botellita, por ejem­plo… Y es que esa bote­llita puede signifi­car muchas co­sas. Quiero decir que ellos, uste­des, por ejemplo, no sé, buscan algo en la botella, entre la mierda. Sí, no se asus­ten. Todo es una mierda. ¿Qué es que no sea mierda? ¿Una botella, una sudadita? Desde luego, esto no es Lo que el viento se llevó. Es, en cambio, una opor­tu­nidad para que me escuchen, o de que en­cuentre una bote­lla. ¡No se asus­ten caballe­ros! Entonces la cosa no es con us­te­des… tómenselo con cal­ma. Sólo tengan un poco de pa­ciencia. Sé que se preocupan. No lo hagan por mí, por el contrario, en­cuentren ustedes lo que buscan en otros. O sea, o sea, o sea, que pese a mi fracaso como socióloga, yo, me encuentro muy feliz entre botellas y malos olores. ¿Cuál otro beneficio tienes entre tanta belleza? En lo que a mí respecta, no quiero otra opción. Al encon­trarte abandonada, hallas un nuevo sentido al silencio. Sólo lo elemental te complementa: una botellita y un jadeo. No, ¡no se rían! Estoy ha­blando en serio. Debo tener un momento de serie­dad, ¿no creen?». Encontramos en los de­más, se decía J., lo que no hallas en ti. Traten, hagan el esfuerzo. Sólo es cuestión de contemplar hacia dentro. Mirar el cuerpo en su vientre, sin que la mirada sea distante. Cuánto cuesta detenernos dentro de las palabras. Es decir, dentro del cuerpo:

     «¿Saben?, me gusta la serie Fringe. ¿La han visto, la han visto, la han visto… Anoche la estuve viendo, anoche la estuve viendo, anoche la estuve viendo, ¿Aquí en el local del árabe? ¿Ah?, aquí en el local árabe, ¿qué? Sola, ¿cómo si no? ¡Mira tú, deja mi bolsa tranquila! ¡No toques eso, allí tengo las cartas de mis amores!

     »Qué no lo toques chico. Horacio ayúdame. No me dejes sola

     »¿Horacio?, Horacio, Horacio».

     J. no sabía si estaba escribiendo o soñando. ¿No era lo mismo acaso? Vámonos Clarice, dijo J., ya vimos suficiente. Clarice en ese momento no sabía si era ella soñando en su yo que se distraía con el yo de Serguil. Su yo y la escritura se pierden entre la escritura. Y entre las manos sudadas de Serguil.

Una ma­ñana con Horacio, detrás de ninguna parte de la Plaza O’Leary

Me siento feliz, es una expresión para forjar que estoy feliz, es creer todavía que mi vida se conserva. Al contrario, se ha consumado, cuando no, he tenido otra felicidad que es la de engañar. Tal es la tragedia: haber engañado. No sé, después de todo quién soy, a quién termino de interpretar: si es así mi vida o una mentira de ella. Si he llegado hasta aquí, es para relevar que todo esto de la imagen, la cual repre­sento, es una mentira. No es más que un juego hipócrita con la realidad. Y cuando digo realidad, me refiero a ustedes. Pero cuando te descubren, y te descubres, no hay nada más que hacer para cambiarlo. Es tu final porque has mantenido el engaño y no lo soportas, puesto que se obtiene conciencia de la decadencia.

Al principio crees que se trata de jugar con la gente. Y el juego se hace rutina y alcohol. Te crees el juego, se te forma una obligación tus mentiras. Un patético de mierda es lo que soy. En la encrucijada de la mentira y de la verdad te hayas, caes en su entramado y no tienes más salida: sigues engañado. Los productores, los dueños de las televisoras lo saben y, haciendo caso omiso, continúan ar­mando su red. Te sustituyen y ya, tienen a otra persona de ti. Te cambia por otro. Eres prescindible. Las leyes están establecidas para ellos. No pue­des salirte de su plan, el día que lo hagas, como lo estoy haciendo, eres un objeto más al que pueden tirar a la basura. Es sólo cuestión de tiempo. Lo demás se lo dejan a sus propias reglas. La ley estable los términos de tu ex­terminio. Todo está consumado para el final que está asignado, sin regreso ni vuelta atrás. No quiero con esto demostrarles nada, sólo continuar. Anunciarles que en mi lugar vendrá otro: «El corazón abierto», «La ma­ñana con Horacio». Instalen el nombre que quieran. A pesar de lo cual todos tendrán el mismo desenlace, sin derecho a la protesta. Se toma o se deja. Aunque quieras cambiarlo, será imposible, puesto que eres parte de una misma estupidez. El maltrato emocional, la depresión, el «quítate tú para ponerme yo» constituyen, este, «modo de hacer televisión», del mercado, ya saben. El compromiso de la publicidad ha hecho de los actores simples «mercaderes del arte». ¡Nos vendemos a pre­cios tan bajos! que hemos perdido los escrúpulos. Ahora, ¿en qué puedo terminar habiendo rechazado sus normas? No soy parte de ellos. No quiero hacerlo. El resultado de tal osadía ya se conoce. No hay forma de escapar, eres parte o te niegas, sin intermedios. Estás hundido, cuando te das cuenta, es demasiado tarde y esto es peor que la muerte… Sí, así es lector, con tres puntos suspensivos. Ya no tenemos país ni medios de comunicación.

Qué hay. Nada. En qué estamos, en nada. Qué existe. Nada, ha dónde irás, a ninguna parte. No hay control. Nadie tiene el control. Ella no lo tiene. Esto, aquello. Tú. Ahora lo que él escribe que a la vez se va escribiendo en lo que lees. A ese lugar de la repetición. Una y otra vez, el sonido. La palabra exacta: control. Control. Control en medio de nada. Ella no tiene control. Todos estamos sin control. Allí metido en el medio de todo. Y ese todo es nada. Así, una y otra vez: control. Control. Control. En nada por cada quien. Y queda terminado en un sonido descendiente a ninguna verdad. Engaño y termino. Termino y te sonrío. Vaya confusión. En un golpe hundido en el otro. En la cabeza del otro donde trato descubrirme, pero mejor, allí me pierdo en ese sonido que no crece ni se abre a mis sentimientos. Vuelvo otra vez: control. Ella perdió el control. No seas tonto, eres tú. No hay otro porque el sonido es el mismo. ¿Me entiendes? Aquellas paredes no se dejan hundir. Ni tampoco oyen. Detrás de los muros, detrás de una columna, detrás de no sé dónde. Detrás. Siempre detrás de algo. Ahora me dicen que estoy detrás del señor K. Éste que se sienta a escucharme. ¿Me escucha? ¿Él me escucha? No importa, las paredes son sordas. Está bien, quiero decirle que el país se ha ido. Este país ya no existe. Todo. No queda ni la basura. Me han dicho que ellos se la llevaron también para recoger el aceite de esa basura. Y se la tragan, como si tragaran alimento. Este el país que queda. No insista profesor. No insista K.. ¿Así es como se llama usted, ¿no?, seguiré, por mi parte, con los oídos pegados a esta columna. Ya lo sé el smog no me dejará respirar. No importa él se acerca. Alguien viene detrás de él. Da un paso, con sus zapatos roídos y cansados. No él. El que le sigue. Sus zapatos parecen la portada de un viejo libro. Aun así, le escribo a éste. No al que viene detrás de él, sino de él, ya lo dije, K., K. un sentido con las palabras. K. la historia de los libros que no se han leído. K., la cadencia de un olvido. K. el recuerdo de mis mujeres. K., la historia de nadie. K. el que miro detrás de este muro blando del odio. Una vez hubo dicho Horacio todo lo anterior J. voltea como buscando quién le llama. No, soy yo, dijo Horacio. Pensó esto en voz alta. Muy alta: «me mira. No sabe quién soy. K. sigue sus pasos sin importar de que yo, Horacio, sea su único público. La gente comienza a desconfiar de mi cabeza pegada a este muro. Un loco más, qué importa ante tanta indigencia. El asunto resultó más sencillo de lo que esperaba: K. cada vez más cerca. Se detiene y toma asiento al lado de quien dice ser J.. De pronto, escucho una fuerte explosión. Todos corren, el profesor se asusta y trata también de correr como si lo llamaran de lejos. Prefiere quedarse. K, en efecto, el escritor de lo que no había escrito, permanece sentado. Conversa con J.. Él no sabe que yo le llamo J. K. conversa, conversa a modo de distraer sus nervios. Y J. duda de todo, incluso de las palabras de K. Las palabras de K. permanecen en la soledad y lejos de un extraño que, como él, no corre. En cambio yo, el indigente, el último de esta plaza, el que no logra saciar su hambre, corre. Corre por lo alto. Y despego mi cabeza de este muro triste. La literatura es un muro triste también. ¿Qué hora es? No lo sé, la mañana murió bajo la estridencia. Seremos entonces el profesor K., J. y yo el movimiento de los estridentitas triunfantes. En ese momento no nos leerá nadie. Porque na-da es un verso fracasado. Y lo que nos queda es ruido. O, no, seremos los poetas del ruido en un país de inteligentes putas, actores fracasados y mujeres fornicadoras. O lectores para los otros. O idiotas siguiendo a idiotas. U hombres detrás de los muros mosqueando el odio. O malos escritores con algo para contar. O buenos escritores sin tener que contar».

14.

En algún lugar de Lisboa. A cualquier hora:

Dios no tiene unidad,

¿Cómo la tendré yo?

 Fernando Pessoa

15.

K. queda a la espera de J.. Todos corren detrás de la ansiedad que se produce cuando tratas de ponerte a salvo. Se deja escuchar improperios que se resbalaban ante el atisbo de éstos. Es, visto desde la memoria, una mirada olvidada, o algo así, cuando no prestan atención, como si aquello exigiera una rutina con los nombres de las calles, los comercios que quedan, las escotillas de apartamentos revueltos del miedo, pero un miedo que era real: de esquirlas y piedras, de polvo y mal aliento, recuerden que este aliento eran los nuevos monstruos que se asomaban en la vida diaria en la plaza . O mejor, en la vida de J.. Y K. entrometido como el adolescente ingenuo que se pierde en su primer beso. Y en cierto modo era para los dos un encuentro esperado de infierno y placer, donde los aullidos, como aquellos alientos, les pertenecen a otros, a los que seguro ahora corren con la ansiedad pisándoles el culo. Estoy harto de la política, dice K. a J. y éste metido en otros intereses a la vez que huía de K., que no podía terminar de entender qué hacía detrás de J. Como para hablar de otra cosa en el medio de aquel desastre, dice, corrijo, piensa: acaso pensaba quedarse a esperar un regalito de ésos pues la gente corre, ¿no lo ves?, es peligroso. Primero, pensó ante de inquirirle y le gritó: para ti soy Antero J.. Está bien señor Antero le repitió K.. Mejor, le contesta J.. Ya no lo sabría decir. Vayamos entonces al asunto importante de esta historia: qué estará sucediendo, le reitero K.. Qué importa, le objeto otra vez. J.. ¿Y si nos hacen daño?, dijo K.. J. le contradice: el dolor estaría en ascenso, si acaso no tenía miedo porque el miedo no existe. Como sabes, nada existe. Esto último lo decía si levantar la voz, quizás su propósito era reducir sus palabas a un silencio que sólo él conocía. Por esta sensación K. sufría su terror en silencio, ocultando la sombra que él mismo desconocía. Y la voz de K. pretendía escaparse entre la caterva, pero las palabras de J. pertenecía a un secreto mayor. K., en su lugar, estaría para descubrirlo por más difícil que fuera. Así que aquella situación comenzaba adherirse a otra realidad inamisible para el temor de quienes corrían bajo la tutela del peligro y la tensión que producía tal estridencia en medio de la nada. A pesar de la advertencia, ambos, permanecían para sí mismos.

    La calle en ruido, la confusión, el miedo, los rostros huidizos, las mujeres aterradas, los niños que gritan y los locos que abren la boca hasta la eternidad, eso, no sería suficiente. El mundo y sus miedos, no serían suficientes. Así que el límite de esa realidad se había perdido. Quedan en el vacío las preguntas de uno por las respuestas del otro. ¿Quién podía estar mirando aquello para pagar su cuota de testigo? ¡Vaya usted a saber! Esto me lo contaron, trato de traducir lo extraño de este performance de la política. En apariencia es una telaraña que logramos visualizar sus nudos. De aquí para allá: allí donde se pueden unir de un punto con otro. Y se encaraman, es un hilo de ingravidez este país. Todo en el aire buscando un encuentro final. Y ese entramado lo separa a la vez. Es decir, K. estaría ajeno a esta interpretación. Él la busca, pero estará de espectador ante la vida de aquél. «Ya que no tendrá acceso si en caso contrario, pensó K., quieres suspenderte en el aire. De esta manera te posicionas de una red y uno de esos nudos es la presencia de J., así sólo J., conforme a lo que él tenía como idea del mundo y la política. Este país que se desvanece con la posibilidad de volar. Es decir, el caos, puesto que cuando todos quieren el sueño de volar, lo que logran es todo lo contrario: empezar a caer. Así es el mito de la política, al cabo, se convierte en distopía. Toda utopía contiene en el interior su destrucción. Por una razón muy sencilla: el aire no nos sostiene, acaso, en un nivel personal de una poética de la caída».

    Y esto no viene a lugar cuando los restos de la ventana caen al piso, las puertas se ablandan y los hierros se tuercen. Lo que interesa o interesa para K., en menos para J., es sostener la utopía tan volátil como su propio intento. Buscar, buscar sería el verbo inasible para todos. El resultado: el desastre. Un mundo distraído de su condición humana.

     Es a partir de entonces que no le estará permitido a K. descubrir los secretos de un escritor secreto. Tenía la certeza de que esta vez se acercaría a J.. Tal era su testarudez que allí se mantenía parado y tratando de tomar la mano de J. como quien espera el amanecer. ¿Cómo iba a ser posible si estamos hablando en aquel momento cuando la avenida San Martín reventó por causa de un ruido ensordecedor? No es la calle, es la palma envejecida de la Plaza O’Leary.

    J., en la avenida San Martín. 9 horas.

    He sido un tonto en creer que este K. es un tipo ingenuo. Es antes un tipo raro. Viene de lo raro y con unas ideas raras también. No termino de entender cómo un tipo como él, sin mayores necesidades: en un país como este cuando vives de algunos dólares es porque es un afortunado. No un profesor universitario con apenas 5 dólares al mes. Eso no le hace falta. Qué secreto entonces quiere saber de mí, por qué está tan seguro de que yo tengo secretos. Secretos como tienen los gatos. Ellos, ya sabemos, se comunican con su propia piel, se regodean de sus vocablos ininteligibles cuyos códigos descifran en las noches. Esto sí sería un buen secreto, ¡por favor K.! qué lo va a hacer el modo en que escribo, la escritura de un secreto con un texto aún más secreto. Esto es de locos K.. Cálmate por favor. Por favor desasosiégate, toma un minuto y deja de pensar en literatura. Te pongo ejemplo, arriba de mi apartamento hay una chica joven que me deja escuchar a Vivaldi. Una y otra noche, Vivaldi. Qué te quiero decir, esa joven, Clarice (así creo que se llama), tiene una vida difícil, tiene que trabajar y regresa ya muy tarde de la universidad. Creo que está en un tecnológico o algo así. O tal vez esté estudiando literatura. El hecho es que llega tarde. ¿me entiendes? Lo único que quiero que entiendas es que regresa cansada. ¿Con esa idea tan clara de la vida, tendrá tiempo para tonterías, como ésta de hallar el escritor secreto? No K. la vida está llena de otras formas. Yo me imagino ese apartamento pequeño, de pocos bártulos: un par de zapatos, dos franelas, un bléiser y, eso sí, sus libros privados, arrugados y torcidos por el sudor de sus manos. No K., hay cosas importantes. Que, por rigor, se tiene que portar bien, debe ser una mujer de bien, que sus manos deben estar secas para el siguiente día, que la vida se parece a sus libros como si las moscas fueran sus amigas. Usurpar aquel libro que estando arrugado también será su alegría por una o dos horas en la cola antes de subir a cualquier bus. K., es que arriba todos los días son una sonrisa con el libro surcado en su mano derecha. Y desde la mano izquierda saluda al que se le atraviesa. Sí, parece una tontería, pero su risa es rara, como si quisiera iluminarnos todos los días, que, si bien los tiene para los vecinos o no, también los tiene para mí. Bueno, a decir verdad, no creo que para ella sea un esfuerzo levantar su mano izquierda. No importa K., lo que debe importarte es que en este momento debe estar fumando y escuchando a Vivaldi. Se ocupa de pocos detalles: sus libros se riegan por toda la habitación. Todos los libros son pocos, pero se pegan a las paredes, se amontonan con su gato dormido a lo alto de sus revistas. Su gato, ese sí, tiene secretos. No yo K.. Si lo consideras, te doy libertad para que hables con mi gato, él todavía tiene secretos. Allí pueda que consigas algo: una voz cuyo acento será tuyo a mediano plazo. Lo que será difícil es descifrar sus códigos. Créelo K. los gatos tienen este secreto. El hecho peligroso será cuando él te exija un esfuerzo mayor. Después de ese pequeño sacrificio ciertas condiciones aplican como podrás comprenderlo. O, si lo prefieres para evitarlo, con estos gatos que deambulan por aquí y un poco más distante de la plaza, allá donde el árabe. ¿Sabes dónde es? Donde ese loco tiene pegado su cara al muro. Son más elementales esos gatos, pero no olvides considerar sus desventajas, entre ellas, sus pocos secretos. Debes reconocerlos. No todos tienen esa cualidad. Esto se aprende con el tiempo K.. Creo que deberías pensar un poco más eso en vez de estar detrás de mis secretos. En cambio, tú, no tienes gatos en tu casa. Clarice sí.

     Los gatos se adelantaron al país: aprendieron a comer de la basura. Ahora es más ágil quien sepa sacar lo bueno de la basura. No dependes de un sueldo de profesor universitario: el olor, la textura, su factura, el lugar que ocupa en el montón de moscas te permiten soportar la miseria. Un día más. Así están cien, mil, dos mil, diez mil, cien mil y un millón comiendo de la mierda K.. K. sé más sensato y no busques más secretos. El país está lleno de gatos. Todos somos gatos.

     ¿Lo sabías?

Soy K.. Y quiero decir lo siguiente: J. no quiere aceptar su realidad, se hunde en su soledad como atribuido por otro aliento lejos de la ciudad. Él no está, se hace sentir en el olvido de sus palabras. Aquellas que se suavizan desde la memoria, como la densidad de su rostro. Ese rostro que se figura desde el metal, porque, al unir esos recuerdos, las formas no son las formas de la ciudad. Y la ciudad no es la ciudad en el dolor de su dicción, sometida ahora por la intención de los hombres. Porque olvidar le ayuda a desvanecer esta realidad que se le hace confusa. Entonces estará en esa banqueta. Se sienta. Un día y el otro como si allí hallara la articulación de aquella dicción y la dicción es palabra para la definición de lo real. Y lo real se vierta en la grieta de ese olvido. Se desvanece por lo blando del metal de la banqueta. Necesita de su blandura con el propósito de asirla. Lo que sucede es que reserva esta grieta la cual se contiene bajo su propia presión. ¿Qué queda? Su evocación, las formas por medio de las cuales debe evocar, no decir, puesto que lo real ya no lo será más: escribir será una parte, no el todo de la posible forma a modo de que el mundo adquiera otra figura que se transparenta. Y la soledad será el mejor mecanismo de este orden de ideas. Y las ideas también se transparentan en el día. Y ese día no es el día, tanto como su blandura de metal o el cuerpo no es tanto el cuerpo, como la intención de hundir mis dedos en el pensamiento. Si me le acerco es porque trato de hundir mis dedos. Y la dicción participa esa intención de cambiarlo todo. Una conversación lo extrae a esta realidad que desprecia en tanto lo saca de su propósito de definirla. Se aleja del mundo para comprender el mundo. Allí entro yo, K., no por urdir sus secretos, quizás, por tener en presente lo extraño de sus secretos. Si dejamos escapar esas formas del secreto, perderemos el acceso a esa figura del conocimiento. No lo dejo escapar, trato de que la forma me pertenezca también. ¿Me explico? No es para mí que quiero descubrir sus secretos. La literatura es una enfermedad y no me quiero curar de ella. Es importante destacar que mi propósito no es sacar provecho. Si él me lo pide, será todavía un secreto para mí. Eso lo respeto, pero dejar desvanecer las formas por conservar la amistad es un riesgo muy alto, como si dejáremos escapar ahora la obra de Kafka. Y como las cosas de la historia de la literatura están para lo que son, dejemos que la abstracción de su dicción y de las palabras queden fijadas. Lo mejor opción que tengo es dejarlo por escrito. Aquí está el problema, cuando tenga que vaciarlo en la escritura. Y no ser, en cambio, una vieja fotografía de los cincuenta, con americana y sombrero «Fedora» o los zapatos «Derby» de la época. Ir más allá de tal apariencia para ver qué hay en al revés. Y tener esa energía de su escritura: la acción. Escribir con la acción. Transparentar. Eso es lo que cuesta, ser transparente y verter allí la vida. Lo que en el fondo esconde J. es su vida. Si queremos especular, esa vida es el artilugio de venir caminando hasta acá, sentarse y hacer nada. Un escritor que hace nada, lo más certero es hallar ese modo de hacer nada mientras escribes. Estar aquí sin hacer nada mientras escribes: comes y estás escribiendo, caminas y estás escribiendo, ríes y estás escribiendo, saludas al vecino y estás escribiendo. Así lo veo cada vez que me lo encuentro en la Plaza O’Leary, emulando a su oculto estudio. Lo es porque escribe sin hacer nada. Siempre logra evadir, apartar y dejarme a un lado. Es comprensible: está escribiendo.

     Apenas tengo cinco años menos que él y la diferencia es eterna, cuyas razones vienen del misterio de esa sabiduría, o pienso que es así, que se nos hace huidiza, resbaladiza, ausculta y la nada se manifiesta en su rostro. Allí, dentro del rostro, veré las respuestas. Claro, al cabo, a quien le interesa estas respuestas es a mí. A mí y a mi cuerpo. Paso a explicar: hace un tiempo había leído de J., en unos de esos artículos también escondidos en diarios de provincia, donde nos anunciaba esta intención de hacer nada. Dijo que de allí en adelante se dedicaría a escribir nada. Y seguidamente se entrega el resto de los cinco mil caracteres a explicar cómo haría. Yo no entendí muy bien. Por no entender estoy detrás de él sobre las avenidas Bolívar, Sucre y San Martín como centro de acontecimiento llamado la «Y». En ese caso el empalme se parece en estos momentos a mi cabeza blanda, sólo que excluida de automóviles o transeúntes. Detrás de la nada. Donde la vida de uno y otro se forma la letra y de cuyo abecedario aprendería a escribir si por casualidad consiguiera el primer atisbo, la primera letra, la palabra y la intención la cual me permite en adelante cómo escribirla y las formas impulsarían mis manos y detrás de mis manos la frase y de ésta a la escritura. Te quiero decir J. que no estoy después de los secretos si consideramos a la literatura como el acorazado rostro de la memoria. Entonces, sólo entonces, sabrás que no es tarea fácil. La razón es muy sencilla: me has puesto las cosas difíciles con esto de escribir haciendo nada, no escribir nada y, aun así, estar haciéndolo. Arrancar una idea puede ser fácil, no las forjas de hierro a tus espaldas. ¿Entiendes J.? Es lo que tú tienes que entender. Y esto no es envidia. No, llámalo curiosidad si quieres. He sabido por tal motivo que escribes un libro sobre lo que sucede en el país. No otra cosa. El país, las entrañas de una sombra. Y yo, en el medio de esas sombras con el nombre de K. en tu libro escrito en el aire. No me importaba, estaba en ese lugar en plena distancia del país, plena vagabundería , en un mundo que me no me importaba porque había miseria, basura tirada y de cuando en cuando un hombre feo vestido de rojo, de un rojo retrógrado, porque mis ojos no querían ver eso. Era yo un vago cuando nos miraban, pero yo miro a J. porque J. es mío si así lo prefieren. No es mío en el sentido sensual, no seamos inútiles. Fumo y ahora explico: sus ideas, es un amor a sus ideas. ¿Se puede entender esto? Me quedo aquí porque quiero quedarme, porque sí, porque aquel viejo vestido de rojo feo siga barriendo el frente de esta avenida hierática y, al frente de mí, la trasformación de un hombre en algo menos que un esclavo: barre su propia miseria Y eso no lo entiende ni el mismo J.. Sin embargo, el país continúa con hombres aspas tras su simetría militar. Me imagino cien, miles o millones de hombrecitos barriendo mierda y vestidos de aspas uno detrás del otro. Él sigue allí, yo acá metido en las ideas. ¿Me explico J.? ¿Podrás entender esto? Yo no barro mierda J.. Ni tampoco busco respuestas, antes bien dame una prerrogativa que nos indique aquella técnica literaria, esta de estar haciendo nada a la vez que escribes. Porque el país es esta «Y» de la avenida San Martín. Sucre y Bolívar o Bolívar, Sucre y San Martín o San Martin, Bolívar y Sucre. Todo allí en esa dialéctica de hombres feos y rojos barriendo el entorno de la plaza o de las avenidas o mirándome como si yo fuera un estorbo al ritmo simétrico de una limpieza inútil en un país inútil. Me miran y me mimetizo en ellos. O alejándome del mundo, como tú J., para explicarlo. No es que no sepa que tú sabes de esto tanto y hasta más que yo: vivir de lo simple. Es el caso de Clarice cuando nos da pequeñas formas de la vida. Clarice abre los ojos para nosotros porque, otra vez, se nos muestra desde lo sencillo. Digo yo, no dices tú. Toda la vida de ella es una lectura, su silueta detenida en la fuente de esta plaza cuando para ella era sólo cruzar la calle y tocar el agua con sus dedos, ella se escribe cuando baja las escaleras y se asoma en la avenida San Martín o la Sucre o la Bolívar. Cruza la calle para encontrarse en el medio de la plaza, pero no para verme a mí, no para buscarme, sino para encontrar la vida. Era la pausa en esa página de su poema. Clarice el recuerdo de esta plaza, una tarde caliente y llena de viejos feos para ser otra tarde sin paraguas hasta sólo eso, hundir sus dedos en la fuente de la plaza. Lo único limpio, el agua de su fuente bautizada por mis lágrimas (no sé porque esta constante de deprimirme). Cruza la calle y mi corazón se distrae como un pájaro perdido en la ciudad. En ese caso, qué vendría yo hacer aquí si la palma de mi mano no tiene secretos. El secreto tiene nombre, el nombre de Clarice. Y los hombres saltadores siguen su tradición sin reparar el calor de esta hora. Qué estaría pensando ella como para descubrir este gesto ausente de mi humedad. Hunde sus dedos, mira hacia arriba por encima de la esfinge, de ese capricho de los artistas al esculpir figuras feas, grises, simbólicas, pero simbólicas por referencia incongruente y no por discurso. Algo extraño empieza a suceder, en mi rostro diría. No en el gesto de Clarice. Para mí no es bueno lo que va a suceder, para Clarice, en cambio, es una tarde más. Sólo eso, no sé qué pretendo revelar. Es sólo eso. Una mujer, sus dedos y el rostro hundidos en el agua de una mujer. Y hay más: hay un pájaro distraído. Con todo, siento que no estoy en esta realidad sino en el propio relato de J.. ¿Será así J.?

     Lo real no existe como la nada siendo evocado por un escritor de la nada. Ahora me estoy duchando y no sé cómo lo pienso bajo la ducha. Hasta aquí llega la intención J., pasas a otra idea o el resto de lo que piensas se desvanece o, a fin de cuentas, es así de suave como lo metafísico del río al momento que buscamos su orden. ¿Te acuerdas cuando hablábamos y nos teníamos respeto? Cuando era sugestivo, cuando no teníamos miedo, cuando sentíamos lo vivido, ¿ah? J., ¿te parece J.? ¿Nos llamamos por nuestros nombres J.? ¿Nos escribimos una carta?, como ésta claro. No sé, me gustaría leerte amigo detrás de lo sugestivo. No sabemos hasta cuándo, pero leernos hasta agotarnos. Ya lo sabemos: no somos eternos. Tontería esta de creerse eternos y, sin sorprendernos, cuántos idiotas lo creen. Profesan en solitario como las piedras de las lunas, ¿allí hay viento J.? No lo sé. ¿Hay viento? Si has renunciado a escribir no importa, pero, dime, de qué coño va eso de escribir nada mientras se escribe. Por tal razón espero no confundir a Clarice contigo, Clarice la retirada del odio por supuesto. El lugar común de esta ciudad. Clarice, desde su ingenuidad, nos permite renunciar a la ciudad y a la vez nos allana. Y acaso decir lo que no se puede decir con el lenguaje. Ya lo sé K. es una soberbia demencial pensar que el desorden de Clarice es inferior. O es nuestra isla desierta la cual no leerá nadie, bajo lo incongruente de esta abstracción para el lector. Su único lector: Clarice. ¿Está bien que lo diga así?

     Clarice, nuestra lectora en medio de esta escritura que pretende confundir los nombres propios en adverbios de esa escritura imposible y fragmentada.

17.

He fijado fotografías sobre mi pared sin ningún propósito definido. Todas las fotos, todas las viñetas, todas las postales. En donde las imágenes se alinean para completar la osmosis de esta plaza O’Leary, el tejido de lo extraño tapizando la pared de mi casa, aún allí, la foto de la avenida Sucre, Bolívar y San Martín, pero no me siento en San Martín, me acerco más bien a un rincón de París, si quieren o no, mejor Lisboa: si sigues la línea, una fotografía detrás de otra, reproduce la imagen de esos viejos papeles arruinados por una voluntad azarosa, improvisando sobre el retrato para cualquier espectador. Lo curioso es que el final de la línea te lleva al mismo lugar: la plaza O’Leary. No importa por dónde comiences, siempre te llevará a ese retrato de la plaza. Si intentas con la avenida Sucre, pasarás por la postal de París, cruzas la fotografía del vallado con aquélla y terminas. Vuelves desde otro punto, pongamos, por ejemplo, la imagen de Clarice, cruza ahora con la foto de Cortázar (exacto: el escritor), sigues hasta la avenida Bolívar y al corrido terminas. Acto seguido regresas a la de Cortázar para trazar la línea imaginaria por medio de la cual se te hace inevitable volver a la foto de la avenida Sucre, cortas la línea, por esfuerzo con otra y una vez más terminas en el mismo lugar. Vuelves a hacer un intento más radical como para eliminar el azar, es inútil, regresas a la foto de la plaza O’Leary. Trato de fijar la mirada en cualquier punto de esta pared, donde no sé si es la pared o la pantalla de una tercera vía que desconozco y me han hecho una mala jugada, veamos, es inevitable miro la foto de Clarice, y sigue la línea hasta el programa de mano de la obra que había estrenado una semana atrás. Entra otra vez en la avenida San Martín y regresa, sin mucha variable, a una mía con el rostro flojo, pero distingo que tal línea prosigue hacia la espalda de un personaje ausente frente al hotel El Conde, un poco más atrás de esta espalda (o delante, depende de la perspectiva) dos hombres sentados y mirando al piso como resignados a un día oscuro, pero este no es el asunto que por ahora nos atañe. Es el poder del azar y cómo funciona en mi mente, aún en esta mente diamantina por lo aburrido. La línea sigue. Yo, huyo de ella. No es posible, puesto que la realidad es inalterable. La línea hacia la curva se tensa sin poder evitarse. Como se podrá entender estoy en el sitio del espectador: mirando desde afuera de la escena, en mi situación de spectare si buscamos el origen de la palabra, en este caso, no sólo soy observador, contemplo el instante con expectación política. La imposibilidad de vivir esa realidad desde la abstracción. Busco también el acontecimiento, ahora por contradicción, debo imaginarlo. Esto no lo hace menos real, apenas una nueva forma de organizar estos materiales y el ejecutor son los personajes fijados en estas fotos. No hay olor, no hay sustancia orgánica, no hay polvo ni el ruido de las calles. Aquellas calles como un lenguaje que nos envuelve. Es la línea en mi cabeza, o en la imaginación del momento: no debe olvidarse que detrás de cada fijación fotográfica están seres humanos cuyos recorridos viajan en mi cabeza también. Una cabeza virtual sin hallar la narrativa de esa línea de convivencia: la omnipresencia de la plaza. Un nombre: O’Leary hasta colmar la audición. Vuelvo con el ejercicio. No hay modo. La avenida Sucre se une con la avenida Bolívar y termino en otro ángulo de la Plaza. Me detengo. No hay modo. Me detengo, las formas están sobre la imaginación del espectador sin teatro ni público para quedarme con la duda, como si nadara en mi propio sudor, un sudor seco y sin traspiración. También imaginario. No importa. La línea. Me detengo. No hay metafísica que lo sostenga. Veo ahora a esa mujer de cara arrebujada, cuerpo pesado y piernas gordas, una foto invasora. Sigo la línea. Regreso a la foto de la vieja. No me gusta su rostro. No es Clarice. La línea sigue por una grieta de la pared, donde los insectos, de cuando en cuando, salen para su rutina de animales hambrientos. Es apenas un intervalo entre el lector y aquel espectador, ambos se representan en las fijaciones soporíferas de mi pared. ¿Quién me conecta entre la fragua y las avenidas? Quizás, en el medio de todo, la letra J. de mi nombre. Ahora entra el ritmo y trato de escribir por él, el pensamiento ahora estará en otro lugar, en otra habitación parecida a ésta, decía en París. No me engaño, estoy en la avenida Bolívar, cerca el hotel El Conde. Recordemos, mi estadio poético de lo real. ¿Será ésta una grieta al azar en medio de un secreto oculto? No lo sé. No nos engañemos, estoy con un sudor dormido y gradual como mis insectos. Sigo la línea y nos adherimos en la naturaleza de esta habitación. Es muy sencillo, subir cuatro pisos con escaleras pesadas, voltear a la izquierda al lado de una ascensor triste e inútil. Entrar y ya o no entrar y tocar la puerta o quedarse en la puerta y esperar que los insectos te llamen o reunirte con el vecino hasta esperar que te abran. Y como los insectos no llaman a nadie porque no saben hablar entonces ya sabrás que yo, quizás J., te estará esperando. Desde esta perspectiva ya no verás la línea. Sólo la foto fija en la mitad de la pared. Un montón de hombres enfilados y procurando hacer lo mismo. Nada preciso, por supuesto, como no sea la mirada en el piso. Por eso, decía, que es esa una mirada política también. Un mojón rojo el cual se agita si razón alguna. Eso verás, después de subir cuatro pisos, en la pantalla de mi televisor.

Hotel El Conde.

Horacio, más allá de su lugar de costumbre con su rostro pegado en la banqueta donde duerme. Estas banquetas también duermen esperando a su próximo sujeto. Todos caen allí, otros recaen. Caen y se sientan. Unos con lástima, otros con dolor, otros melancólicos, otros distraídos pensando en su amor. Allí estarían sobre esa banqueta a las afueras del hotel El Conde. También Horacio. Cuando él aparece todavía lo hará algo nuevo en estas postrimerías de la avenida. Quienes asisten al lugar con regularidad ya conocen a Horacio. Lo más seguro es que aquel mojón de hombres rojos y feos se asomarán vociferando contra las paredes y los cuerpos de los varones. Algunos gordos. Un joven despeinado. Otra joven no despeinada, luego aparece un hombre llevando un paquete, un paquete que no es rojo. Aparece la policía, detrás de ésta una niña llorando. Como ven, se asoman cosas y todo es irreconciliable a la fachada del hotel. Los trabajadores de allí están nerviosos: saben que Horacio está cerca y algo va a suceder. Casi siempre suceden las catervas detrás de su apariencia inocente. Nada revienta. Nada se altera, pero suceden. Los trabajadores no tienen escarmiento, sólo que se cuidan o mejor dicho, cuidan de su trabajo. A los dueños de hoteles no les gusta la incertidumbre. Están para que sus huéspedes descansen y sosieguen sus cuerpos varios metros más arriba donde sus habitaciones secretas guardan los enigmas del placer y el descanso. A esa hora Horacio no debería estar. Sin embargo estos trabajadores ahora se muestran más tranquilos. El más joven de ellos mira a Horacio, se voltea para dar frente al hotel y subir al llamado de un cliente (o cree que es un cliente). El otro, es el botones o el camarero o el barman o el maître o el asistente de cualquier loco del hotel. Ahora Horacio se abraza a sus propios hombros como si su madre apareciera y no quisiera ser visto. Justo en ese instante sale del hotel un hombre trajeado y es cuando los hombre rojos y feos le siguen como quien sigue el pronto arribo de un puerto que se hunde. Este hombre levanta sus manos y le siguen. Mira a su izquierda y todos miran a la izquierda. Salta y todos saltan como asaltados por un bardal vertical, jalados con violencia hacia el último piso del hotel. El bullicio no dejaba oír la risa de Horacio, reía con una risita aguda y alta. La joven voltea con el propósito de encontrar esa risa sin destino. No la encontró. El caletero del hotel permanecía bajo el temor de no poder regresar a su trabajo, pensó que se quedaría eternamente en ese escondrijo de la fachada (esa manía de la gente de creer en la eternidad). Nada le faltaba allí y tendría más tiempo para él. Se estaría reuniendo con sus amigos imaginarios. De acuerdo con estas ideas todo estaría callado para él. No es así, su hotel estaría tomado, al menos en el lugar de su trabajo donde las maletas le esperan. No era de noche, tal vez, parecía. No era. Y no había maletas. Es probable entonces que su mente sea capaz de separarse del mojón y que, al cabo, el país sería aquel que no es éste, sino el usurpado, aquel donde su trabajo no sería arrebatado. El país que él necesitaba. Nunca contraído por locos de rojo que saltan al ritmo de otros, es decir, al ritmo del huésped trajeado. Ahora él encuentra cómo su lugar sucio y húmedo se le escapaba de las manos. El dolor era real en el vestíbulo del hotel. Creía saberlo, pero el botones en la entrada lo miraba como anunciándole lo inútil del gesto. Ya instalado a unos metros de allí Horacio no dejaba de aullar con su carcajeo. Le miran, pero, para su fortuna, nadie entiende. La hilaridad queda en el vacío. Por lo cual habrá sólo una manera de solucionarlo, evadirte por la puerta de atrás y correr hasta quedar sin oxígeno, de lo contrario, el hombrecito de rojo que da saltos te apresará y vaya a usted saber qué haría contigo. Deja de pensar en el retrato de los otros porque no son literarios.

18.

Clarice sale de su habitación. Baja, se apura. Sonreí. Los comercios al por menor aún no abrían sus puertas. No logró otear la bandera de la patria como costumbre. Estaba inmersa en sus ritos diarios, sin embargo, no dejaría de sonreír y mucho menos faltaría su habitual saludo a J. quien permanecía sentado en esa banca. Justo, poco antes de hacerlo, un joven se atraviesa para darse paso. Llevaba apuro también y Clarice llegó a sentir el soplo que dejaba el joven entre ella y J., cuando de pronto salta la voz del joven: Hola señor J., dijo él algo impaciente, pero firme y suave era aquel tono de su voz, aun así, le superaba a ella No sabía por qué le entrarían ganas de fumar. Era probable, pensó, que la voz del joven habría influido en ella. Y en ese día lo extraño se suscitaría. Clarice saca una cajetilla de cigarrillos de su bolso. Se toma su tiempo como quien pregunta la hora. Acto seguido fuma. Queda a la espera del saludo y J. decide hacerlo devolviéndole la sonrisa. El primer acontecimiento extraño sería el siguiente: pensar en el regodeo de su infancia, en la literatura, o en una parte de ella: las palabras, sería mejor decir las primeras palabras escritas como elaboraciones del lenguaje, lo sabía Clarice y no entendía a qué venía todo esto de pensar en el lenguaje. Ahora que se dejaba llevar por esta idea, sabía que aquel primer abecedario pasaría a ser un placer revelador: la inicial forma de su escritura concerniente al entorno de donde proviene. Claro, se decía a sí misma Clarice, esto lo sé, por qué ahora leo esto en la cara de J.. Se detiene un momento para sentarse al lado de él para decirle, permíteme compartir esta idea, a ver qué piensas, J., quien le escucha como quien escucha un anuncio en la radio: descubro, dice Clarice, el origen del alfabeto y, a la vuelta de ese pensamiento, reconozco cómo se manifiesta en grafía sentimientos venidos de la fascinación por el juego y la creación.

    —Ajá… dame un poco de tu café —le dice J..

    —Toma —contesta Clarice—, un poco. ¿Vale?

    —Está bien, le afirma J..

    —De acuerdo, no me vayas a interrumpir —le recuerda Clarice como si le hablara a su propia sombra, aquella sombra que significa el vacío y el silencio de Clarice, una suerte de hálito con olor a mar, con la tibiez que significa estar al frente de ese aliento ajeno—: …pero en la medida en que cede el tiempo, en esa misma medida, descuidamos el significado del juego y la creación. Por poner un caso: recuerdo de mi infancia qué delineaban esas grafías cuyos contornos obtenían, además de horizontalidad sobre el papel, una actitud afectiva a mi vista. Por eso retengo en la memoria cómo llevaba a cabo su escritura un amiguito que tenía yo sentado a mi derecha en el salón de mi primera escuela por medio de una suerte de palillo —después he sabido que lleva el nombre de lápiz— con el cual asentaba las letras y en suma mis próximas palabras. Pero a mi infante creer. ¿sabes J.?, era la norma de exponer la irregularidad de mis pensamientos, el entretenimiento, los ensueños y no, en cambio, una línea recta de vocablos o palabras y frases. Para mí la palabra es ensueño. De ahí que el encuentro fortuito con la palabra es una acto de placer. Olvidan el juego.

    —¿A qué viene todo esto Clarice? —dice J..

    —Nada —responde Clarice como hablándole a los árboles—. Nada. Me detengo sólo un momento.

    —¿Y? —dice J..

    —Nada —dice Clarice—, nada. ¿La literatura es una enfermedad?

    —Clarice, ¿tú estudias literatura? —pregunta J..    

     —La literatura es una enfermedad —afirma Clarice.

     —Dime, ¿estudias literatura? —reitera J..

     — Sí, tú lo sabes.

     —No sé si la literatura es una enfermedad —dice J.—, por lo que me dices, en ti parece más bien un asunto de la infancia. Ese recuerdo de la infancia trata de retenerlo… ¿me das un poco más de café Clarice?

     —Toma un poco, ¿vale?

     —Un poco, bien. —remeda J. el tono de voz de Clarice y, acto seguido, sorbe un poco antes de regresarle el vaso. Los transeúntes, al paso, aparentan aspas refrescando el rostro de cada uno. Mientras hacen silencio la amistad de ellos quiere prolongarse en su letargo. Ambos, a pesar de este sopor, están seguros de sí mismos como para saber qué hacer con las palabras. Al momento irrumpe Clarice:

     —Me decías que trate de retenerlo.

     —¿Sí?

     —¿Cómo?

     —Dame un poco de café.

     —Coño me va a dejar sin café para la universidad. Tiene una que salir pertrecha de su casa, ya sabe cómo está todo. No hay comida y esos de rojos lo único que saben hacer es saltar el culo —vuelve a verter un poco más en el vacío de su vaso, creando la sensación para Clarice que este vaso ya no le pertenece. Ha estado en las manos del maestro, por más que quisiera que diferente. Ahora, dada la circunstancia se preguntaba, muy en su interior, por qué estaba J. a esa hora allí. Será que, reflexiona: «mi pensamiento había sido inducido por esta situación al margen de lo real o era la realidad o mi ansiedad o mi desasosiego o la ciudad con la presencia física del recuerdo y de cómo las palabras nos dan una mala pasada». Mientras pensaba esto observaba pues el placer con el que J. toma el café como un rito de los días.

     —Tenemos que empezar por algo.

     —Soy toda oídos —dice mientras toma de su termo el resto de café para servir. J., lo recibe con cierta parsimonia y no menos humor. Clarice se ofrece por igual.

     ―¿Me has oído hablar de Pessoa, cierto? —dice J..

     ―Sí, ¿qué con él?

     ―Nada nuevo, pero él, trato de recordarte, habla de las sensaciones. Y lo que acabas de decir pertenece al mundo de las sensaciones.

     ―Algo me habías dicho.

     ―Ahora siento esto más cercano.

     ―Por favor, señor J., trate de ser más claro. Un poco más simple —en esa medida Clarice sorbe todavía un poco de su café. Se acomoda en la banqueta, a un lado de J.. Mira alrededor con el propósito de no ser interrumpida. Los hombres aspas aún les rodean, como si el viento que producen arribara el secreto entre ellos.

     ―Algunas veces siento esa sensación en mis manos. Bueno, para ser más preciso, cuando escribo, siento que mis dedos se desprenden.

     ―¿Qué?

     ―A sí mismo. Se me desvanecen. ¿Comprendes?

     ―Trato. A ver —le sigue con ironía—, ¿desde cuándo no tienes dedos en tus manos?

     ―De unos días para acá, pero te quiero decir que me sucede sobre todo cuando me introduzco en el ensayo que estoy trabajando —dice J., lo que en realidad era un artilugio por no tener nada mejor que decir.

     ―¿Y de cuándo para acá escribe ensayo? —pregunta Clarice como quien necesitara bordar distancia.

     ―Es algo que todavía no quiero anunciar. Me lo tenía reservado para otra ocasión.

     ―¿Y desde cuándo nos guardas secretos?

     ―No se trata de eso.

     ―Ahora me tiene confundida. Además de mentiras, ahora me dice de «desprendimiento»…

     ―Desvanecimiento.

     ―Para su efecto es lo mismo.

     ―No, Clarice. Hay una diferencia importante que tienes que considerar por favor.

     ―Claro, no hay problema. Entonces dime qué tengo que hacer para comprender. ¿No será acaso otra de sus tramas para no acompañarme?

     ―No, por favor, Clarice, hablo en serio —miente.

     ―Sé que lo haces. Cuando quieres mentir te lo tomas muy en serio.

     ―Es verdad.

     ―¡Carajo! ¿No hablas en serio? No juegue con eso.

     ―¿Cómo voy a jugar con algo tan serio?

     ―Me empieza a asustar. Señor J. vaya al grano.

     —Un poco más de café.

     —Se terminó, tendré que subir a mi piso por más.

     —No importa.

     —Ya regreso.

     —Antes de que subas, ya que insistes, te lo digo en una frase: las emociones deben ser racionalizadas, una vez hecho, accedes a la palabra. No antes.

      Clarice se levanta para subir a su piso. La conciencia de su cuerpo, pensó Clarice, ahora empezaba a tener otra forma. Aquella forma inasible para ella. Y lo inasible a esa precisión que deseaba tener para explicarse lo que sucedía en su entorno ese día. Su infancia: un grafiti en la calle, cuya escritura ininteligible sólo entendía ella, no por haberlo escrito, sino pensado. Los hombres aspas brillaban por su ausencia. Esa sensación, dice J., es la nada. Recuérdalo. Clarice encoje los hombros. Acto seguido abandona el lugar, el café es una metáfora que necesita. Ella no quería entender, sólo oír, apreciar las palabras si permanecía y, para tenerlo, tendría que subir cuatro pisos. Entrar en su casa. No olvidar. Lo hace y encuentra su gato lamiendo sus patas posteriores y arcado en sí como saludando su llegada. Todo en su sitio: libros apelmazados sobre su peso, uno arriba del otro y los papeles en la justa armonía con ese saludo por estar esparcidos en su intimidad. Todo sucio, el lugar de los libros es sucio. La ventana es sucia, el librero es sucio, las resmas de papel son sucias, su escritorio es sucio, pero es un sucio suave como anunciando aquella voluntad mayor por la lectura y que, a fin de cuentas, es parte de una cita con la inteligencia. Una excepción: su gato y la cocina están limpias. De pronto, empieza a llover a cántaros. Se quedaría a hablar con su gato y el resto del café se enfría como su memoria. J. ya no estaría donde debe estar, sus pensamientos se irían con él. Y el exterior de las paredes empezarían a humedecerse. Clarice no lo sabía, pero le gustaba: las formas de la lectura se parecía a la piel felpada de ese gato que, a su modo, le sonríe todavía.

La lluvia del hombre con el rostro en el muro, a las 14 horas. Avenida Bolívar.

Hombres aspas, piensa el hombre del rostro en el muro, que envuelven la tristeza de los nobles y que viene de la tierra y de la carne, del viento y la rapidez de los idiotas, de los caídos, de los negados, de los días hundidos en el carbón de los autos, de la calle y del olvido. En donde vuelve la mirada a la tontería de los transeúntes, quieren preguntarme, pero me niego, sus rostros como mirando un antiguo pozo que nadie mira. No les pertenezco, busquen en otro lado. Este muro es mío por derecho, quién puede quitarme de aquí ni tenga paciencia para sentir la humedad y tercio olor a cemento triste. Cuando suceden los días, este olor se va perdiendo y, en cambio, lo vas necesitando. Necesitas pegar tu rostro en el muro, que, como saben es tibio por el hedor y no por la lluvia la cual no cesa. Y así pasan, mirando la nada: un muro lleno de mierda en sus pies, curtido por el paso de estos transeúntes. No son personas, son pasos acerados abriendo un nuevo pasadizo, detrás de este pasadizo la necesidad de vivir, de las catervas que se pierden en la humareda de las bombas lacrimógenas, y, del otro lado, el grito de quien se niega. Un bando y otro se dejan escuchar tras estos muros. Por favor hagan silencio, debo oír. Oír, no sé, oír quiénes están detrás del dolor: «le dieron, está caído. Respira. No puedo. Trata. Corre. No puedo. Métete detrás del muro. Me duele el pecho. Te dije que no viniéramos. Eso no cuenta. Yo me voy, allí vienen otra vez. Corran. Horacio, despierta Horacio, ¿estás bien? Le pegaron duro en la cabeza. ¿Qué hace, por qué pega su rostro al muro? Dile que venga».

     —¡Horacio tienes sangre en la cabeza! Te dieron con la piedra. —dice el primer transeúnte.

     «Me duele», digo, yo que soy Horacio y mi cabeza no es de bronce.

19.

—«Fracasa. Fracasa. No regreses».

     Será el eco inescrutable del odio. De los otros. Y la negación de esta novela.

20.

Había dicho en su más reciente clase K., con apenas cinco alumnos, quienes harían su mejor esfuerzo para llegar al aula e ir al encuentro con el profesor K., pues los hombres aspas estarían turbando la entrada de la universidad con sus voces de sapo y con la legión en sus brazos, sólo útiles para lanzar piedras y vitorear loas a la madre que los parió: el verbo no sería rumorado sino escrito. Y la escritura el recuerdo de las sensaciones. Y las sensaciones el principio de su racionalidad. Y lo racional termina en la sonrisa. De esta manera lo real queda explorado en el sujeto: la exploración de lo real sin ninguna mediación: la palabra se hace entonces sensación sin que la percepción dirija cualquier fisura de «real». Lo real, en cambio, es el instante, cuya fragmentación no sería posible sin una definición previa de las sensaciones: el lugar primero de las palabras y cómo, por ejemplo, aquella emoción se hace sensación para el escritor. Y el nombre de ese sujeto que racionaliza empezaría (o terminaba) por K.. Y es cuando, les decía, este sujeto se enajena de lo real, en tanto que al mismo tiempo se quiere alejar de lo real. Una contradicción, salimos del mundo para entenderlo. El escritor no quiere estar en el mundo, pero necesita interpretarlo. Y entonces su nombre, todos los nombres. Un nombre porque aprecia su propia existencia: recrear una percepción de lo extraño, como si la sonoridad de aquel nombre tuviera un valor por sí mismo. Digo K. como puedo decir J. y al decir J. nombro a su doble, nombro la imagen de ese sujeto, nombro su sombra, nombro sus emociones. Siempre su cuerpo. Siempre su carne. Nombro el sentido de su razón. Y, como lo entendía, la sonoridad no era toda para él. Perdido entre ese mundo de palabras y sonidos que sólo él podría descifrar en ese espacio de los segundos, fragmentado por una sola sensación, el cual consistía en fragmentar cualquier vestigio de la realidad. Y aquí, podrá notarse: pensamiento y signo se invierten hacia una nueva interpretación. K. se enredaría con tanta lógica. Con todo, para él seguiría siendo un problema de significación: su rostro disgregado como muestra de aquel desasosiego. Ahora si se le sumaba el desvanecimiento de sus dedos índice y medio no le permitirían volver a escribir tal como la entendía. A decir verdad, no importaba sino la experiencia de aquel segmento de ansiedad. Y la ansiedad sería buena a la vez que el silencio sea parte de esa relación con la palabra. Y de la relación con la palabra, su deseo hacia Clarice. Así que él era un signo, siempre que se entendiera que, como lo había pensado muchas veces, estaría liberado de su atadura racional. Un signo que bien podría expandirse en otros y el resultado sería una apertura ante lo irreal. Y cómo se contraería para concebir su propia lógica, si acaso el signo estaría para representarse. Y se va a representar entre su cuerpo y el deseo. Me preguntarán: ¿el deseo es una emoción? Sí, lo es, y cómo carajo haríamos de eso literatura. No lo sé, les diría. Acto seguido tendrían que decir «necesitamos empezar». Y, digo, reconozcan sus emociones. No lo puedo hacer por ustedes. «Es que eso, profesor, no es literatura», me dirían. Díganlo, se puede decir J. tal como se diría K.. El acuerdo, muchachos, es que cada quien tiene su pedacito de emoción. Tomen de allí lo inexorable de la escritura. Eso sí, el proceso de racionalización se hace a la par con esta selección. «No entiendo profesor», dijo el alumno como decirlo a un elefante que vuela. «Trata», le dijo K. «J.», dijo K., «presente», dijo el alumno, «J»., dijo K., «presente», dijo el alumno. «K.», dijo K., «presente», dijo la alumna.

     —¡Profesor! —interrumpe la alumna.
     —¿Sí?
   —Allá afuera están los hombres aspas.
    —Es un asunto de literatura.

    

21.

La Plaza O’Leary está tomada, pensaba K., ahora todo el sitio estaría sitiado por la naturaleza de esa violencia, habitaban en él las caras de la derrota, las caras del dolor, las caras que no deseaban verse entre sí. Caras desvencijadas, caras de la saudade y del carbón. Y la transpiración de una fisonomía inútil. El eco del estruendo se habría extendido hasta cien metros a la redonda, dicen que más, dicen escuchar el fin del mundo. Dicen

 

22.

Él quería ser un personaje que lo diferenciara de todos los demás, pensó J., ser un hombre poderoso que pudiera conducir la política, hacerse un hombre que registre en la historia los cambios sin convulsiones ni traumas. ¿Un político poético? ¿Sería factible que alguien tenga ese registro exceptuado su incongruencia? Es decir, tener la capacidad de escribir su discurso sin diálogos. Algo que le refrescara la voz como para determinar en sus espectadores el gusto por una escritura de la nada. Vale decir, escribir nada que se entienda. Y que en ese discurso estén todos los aspectos de la vida de un país. Esto quería Él. Él tratándose como personaje de su propia historia narrativa. Esto le llevaría mucho tiempo. Él, sería él porque sería todos los libros. Hacerse un libro, un libro que los demás tendrán que leer su incertidumbre. Un personaje completo. Un personaje total. Aparecer de otros fragmentos de la historia como para ser leído, esto sería: escribirlo desde un primer impulso. Así y ya, como si fuese (o lo es) una escritura automática. Sin embargo tendría que escribirlo varias veces. Una y otra vez para ser creíble. Y será creíble en la medida en que produzca un efecto en los lectores y de éstos al resto del país. En adelante, debe tener la fuerza necesaria para la acción: todos leen lo que harán más adelante, en tanto sea lectores obedientes a la acción encomendada por el escritor de su propia prospectiva. Allí la incertidumbre de la nada, ésta, en proporción a esa fuerza creadora. Por ejemplo, nacer en Bruselas y cambiarse el nombre. En nuestro caso no tanto tendrá que cambiar de nombre, como sí de idioma. Si se deseaba un cambio en el país no empezaría con el francés, al menos, en principio con el español. Entonces el parlamento europeo aceptaría el español como una idea (lingüística) exportada con el propósito de que sus lectores lean en español. Entiendan y, acto seguido, se haga lo que Él o, lo que queda de Él exija y se exportara hasta nuestro país como es compresible y una consecuencia natural de las ideas que son libros y personajes. El personaje, como quisiéramos decir, es el conjunto de los personajes o un personaje o, si prefieren, una voz persona que tiene la suficiente voluntad poética como política de ser un ente de cambio, sea un personaje de izquierda o derecha. Si es de izquierda su capacidad para ser creíble será más aceptada. Seamos sinceros habrá que empezar con otro nombre para hallar, al mismo tiempo, su inverosimilitud. Será ahora capaz de traducir en otras lengua, de traducir esa visión política, preparado con nombre propio en la literatura. Un político que desea la eternidad al ser leído por medio de una carta cuya letra se recopila en el inconsciente de los lectores.

     Meter allí su intención con la paz, su madurez política será todavía transparentada cuando alcance el amor por la belleza y esa pasión es al mismo tiempo peligrosa, puesto que termina en la distopía que ha significado este país: el personaje con facilidad decaería en su contrario: lo déspota y megalómano. Si quiere tener éxito debe ser asido por éstos lectores que a su vez son espectadores y hambrientas víctimas, de la represión. Debe evitarlo, de lo contrario, no será poético. Como su sonoridad: Alfredo, Alberto, Almenar, Armando, Amado, Álvaro, Amadis y otros hacia la bastedad de ese público el cual necesita. No es excéntrico, debe ser un libro-personaje que se identifique con el amor. Con una existencia muy lograda, el círculo de ascendencia el cual va elaborando la vida: evolución con sufrimiento, aprendizaje con sufrimiento, la vida y el sufrimiento. La muerte es un recuentro. Nada fácil, pues, el amor es vida y en esa dialéctica el lector halla sus amantes en relación con lo poético. No es también un amor trivial, sino la representación de la época. Si lo logra, construirá una ciudad, un país, la vida, los detalles, incluso, el desamor. El personaje nace del silencio de lo ininteligible como el resto de esta escritura. Esto quiere decir que ese amor-personaje es probable que se desvanezca: el poder y la belleza estarán unidos. El personaje lo logró: es un dictador. El escritor lo asume.

     La división entre lo feo y lo bello, la fuerza de lo débil, lo alegre de lo triste, el sosiego del desasosiego. No descuidar ninguno de esos detalles para evitar llegar a la catástrofe emocional ya que se siente dueño de ese imperio de la ciudad que ha creado. Le resta vivir, pero vivir en personaje. No morir, por contrario que parezca, sino vivir sin que el lector no se dé cuenta. Así que logra disolverse éste en la pasión del cuerpo del lector, esto es, que éste se descubra en el otro. Decantarse en la figura del lector, el lector piensa en tanto el personaje cuyo cuerpo se hace libro. Y su lector no puede quemarse en el intento de leer. Tiene que construirse, por ejemplo, entender lo que está pasando en el país. No puede, lo persigue los ojos de todas partes, los ojos de afuera, los ojos de adentro, los ojos de un hombre, los ojos del transeúnte, los ojos de aquél idiota cuyo rostro no sabe para qué tienes los ojos pegados en el pecho. Este libro tiene que decir de esos ojos pegados en el pecho, sí, sin embargo, desde una traza más dialéctica. Todo es dialéctico: la habitación sucia de Clarice, la tarde del reventón, y la banqueta de J. con sus tardes. Aquella y la otra en la mirada del gato de Clarice. Si lo anterior había sucedido no abandonaría el pensamiento de J., J. estaría allí como lo está el país que él cree entender. Ahora, esta dialéctica se cae a pedazos sobre los muros y las calles. Las palmas (Livistona chinensis: hoja costa palmada) y la fuente de la Plaza O’Leary. ¿Estarían vivas las esfinges? El escritor libro de la nada se sienta en su banqueta, intenta pararse y vuelve a su aposento.

Carta de K. a J., a las 2 horas de ese día que no se leerá.

Ahora quiero hacer una prueba de texto que me permita tener en cuenta qué se necesita, algo menos, pero aquí estamos con el propósito de tener líneas de texto con esa idea tan extraña que en poco se parece a todo lo que está escrito (al menos lo creo así) y queremos saber qué no es necesario en esto, qué eliminar de la escritura, desechar, suprimir, olvidar. No lo sé, pero allí habitamos a estas horas de la mañana con este tema. No lo sabré, pero quiero existir en esa relación de la nada. Es importante cuando se está por creer que se conoce todo de la literatura. Y que la literatura te conoce a ti. Y no es así cuando tienes por hecho esos escritores que te afirman, se acercan a la hora de cualquier momento de lectura. Eso lo he revisado, quería decirle a Clarice, aun así, ella lee las novelas y las olvida, lee y olvida. lee con los libros sucios y olvida. No sé si lo entendería, no cabría en el conjunto de las ideas que desfilaban ahora por las paredes. Yo seguía después de mi primera taza de café, en el mismo apartamento y sin saber adónde iría mi cabeza después de este denuesto personal. Esperaría y mi rostro se ablanda, porque cuando espero se mitiga el sentido. Yo no tengo más ideas porque no existo ante cualquier pensamiento airado o blando, duro y tardío o taciturno y lento o áspero y ligero o, para que me entiendas, áspero como esta banqueta de la Plaza O’Leary. También no sé hasta cuándo quiero el reflejo de las personas y de las cosas, mi alma en la que la cosificación es un acto permeable de los días.

     Sabía que Clarice transgredía estas ideas, no por sí mismas, sino que poco le gustaría oírme y, sobre todo, cuando éstas se escapan de su propio oficio de lectora. A la sazón estaría perdido en medio de un vuelo tan sólo como el sorbido de mi café. Seguiría pensando en esta solución de los días. En todo caso necesitaría menos de un día para decirle de esta nueva idea. Que tenía que dejar de pensar si su forma de hacer performance era la más correcta, aquella con la que se sentía cómoda. No sé si por el éxito que le habría sonado hasta ahora o si, por la casual circunstancia de las suertes, estaba segura de lo que hacía con su actuación. Lo que sí estaría confirmado, en cambio, es que no sedería un milímetro de su abstracción por las cosas bien hechas. ¿Qué razón tendría en medio de tanta fortuna como para oírme? Durante este tiempo caminaba tras el hombre de la literatura en el bolsillo. No por el afán de seguirte K., era vital, escribir mientras no se escribe. Aprender de esa noción de la nada cuando el café se me enfría. Voy por mi tercer cigarro. Se acaban. La ceniza se esparza sobre la mesa, las migajas, los libros y el polvo. Sobre ella papeles sueltos de una escritura imposible, otros folios manchados de café. Una taza completa, otra a media. Otros pliegos más ordenados y otros en el suelo. El televisor encendido resistiéndose a mi ausencia o la tinta de mi estilográfica compitiendo con la soledad del papel en blanco. No sé si son variantes mías, pero tu imagen de la nada se parece a esta escritura, dibujando el hombre que sigo.

23.

Conferencia de J.. a las 9 horas en la ciudad de Guanare. Duración: 2 horas. Curioso día nublado en una ciudad de sol y lejos de la Plaza O’Leary. La distancia en línea recta entre Caracas y Guanare es de 351,54 km, pero la distancia en trayecto es de 420 kilómetros. Lo que requiere un consumo de 25 litros de combustible. En un país donde no hay gasolina.

«Voy a hablarles a propósito de mi concepto de la Nada y, en consecuencia, del extraño amigo, quien para ustedes será K., señor K..

»¿Existiría el tiempo para K.? En ese caso no.

»Se vería en la obligación de ordenar aquel aparente «caos» que se estaba exhibiendo en el momento de su desvanecimiento. De seguir así, ¿yo también sería parte de aquel desvanecimiento? Si el silencio tuviera alguna forma tangible, ésta, que estaba viviendo, sería la más probable entre todas: su intangible espera de la nada. Viviría su propio silencio. K. devenido en espacio y quizás en tiempo porque en él su cuerpo representaba su propia poiesis. ¿Y acaso el mundo sería interpretado en ese tiempo de K. mientras sigue mis intenciones en la Plaza O’Leary y olisqueando mi culo? ¿Mi culo virgen? Lo material, su cuerpo intangible, cada vez más cerca de mí, buscando la nada. A fin de cuentas, no sería superficial debido a que él, por paradójico que fuere, existía. Los hechos serían impasibles. Los cuales se mueven en función de aquella cosificación. No sabría si él se estaba conformándose en «cosa», en aquella nada, en la duda, en lo ontológico, en lo abstracto, en lo ininteligible, en el deseo, en el desasosiego o en la sombra. De ser así él debería saber desde cuándo aquello estaba abordando su conciencia transparente y aburrida. Y por ello él se estaba aglutinándose en una ficha de cambio y sin pensamiento por la pérdida de su yo, a pesar de la presencia de Clarice, quien estaría a tono con la situación, pero no al modo abstracto de K., Clarice, por su lado, asistía desde otro nivel de la conciencia, puesto que ella es la autoridad de ese segundo de la nada que luego sería un minuto. Ella permanece allí, midiendo la sorpresa de su abstracción. K., por su parte, asociando una mejor acepción de su palabra (como les decía es tan inútil como olisquear el trasero ajeno). Y sobre ésta la extensión del significado de un significante: la poesía no estaría ocupando el vacío de la página, sino el de sus cuerpos. Unos cuerpos que aún no se abrazaban como deben hacerlo los enamorados. Para Clarice la conciencia, al menos como ella la entiende, ocuparía sus sensaciones. En cambio, para K. él mismo representaría esa sensación. Él es Fernando Pessoa y su heterónimo Ricardo Reis, Rocamadour el bebé de Cortázar, Laura Jáuregui, la antigua novia de Arturo Belano, es decir, de Roberto Bolaño, Mr. Vértigo de Paul Auster, Bartleby y compañía de Vila-Matas, Emma Zunz de Borges o la voz que le susurra al pensamiento tan fragmentado como su duda. Si por ordenarlo K. adquiriría otro nivel de esa conciencia, entonces sabrá que él no está incursionando sobre su estado onírico, sino sobre algo real (por ejemplo, expulsar pedos de un culo virgen). El subconsciente es parte de lo real y un estado puro para él. Y representará la saturación de lo real, porque no reside en la frontera del subconsciente, más bien, tales límites serán la realidad misma como en el surrealismo: la realidad se potencia porque se subvierte desde el poder de la imagen o es la instauración de otros materiales: el arte, el pensamiento, el manifiesto y el discurso. K. será su propia enajenación por el tiempo invariable del segundo que luego será un minuto olisqueando mi culo en una plaza vulgar. El segundo no se detiene. El minuto será inexorable a un tiempo diferente de la conciencia. Así que el desvanecimiento representa su propia transición. Y serán las cosas intangibles por imposibles de cambiar. Aunque tengas diez Plazas O’Leary frente a ti.

»Tiempos reales sin que por ello se incorpore una noción lógica. La lógica a esa altura de los segundos es trasgredida, nada es lógico. Nadie existe. Quizás sí la poesía. No existe la normativa que lo regule. Si se quiere se presenta la voz de la alocución: poesía. Ese tiempo que trataba de medir es posible para el lado racional del pensamiento, hay claro, un lado racional que se resiste ante el instante de lo que estaba viviendo. No sabría si era exactamente así, sin embargo, lo vivirá en la pasión de su éxtasis. Trataría, como dice Roberto Bolaño, que ese furor no lo quemara, huelga decir, que su pasión del dolor se transfiriera en escritura. Ahora más que nunca necesitaba de una respuesta la cual lo introdujera dentro de una toma de conciencia de ese lugar de la representación, pues, después de todo, se trataba de una representación. Él era el «espectador» indeseado que trataría a su vez de ser representado. Espectador y director al mismo tiempo que es signo transferido al segundo que le sigue al minuto. Él mismo, K., se representa en la síntesis de ese minuto. Aparte de eso se preguntaría qué tanto viviría su relación con el dolor y, más adelante, configurando su poética. ¿Sería ésta la manera en que la poesía adquiere su corporeidad? El dolor se haría sustancia en K.. Hasta entonces ya sabría que ese dolor le vendría por el desvanecimiento, por la duda de su propia existencia y por aquel furor que le estaba produciendo el representarse en su propia duda al mismo tiempo. La duda inconmensurable del silencio. Él lo sabría puesto que nada habría de desmesurado en el gesto de representarse a sí mismo. El tiempo de esa representación, como él lo sabía, se limita a aquel segundo que luego sería el minuto. El tiempo, la sustancia de aquella catarsis. Entendía que lo hacía por su inferencia personal, donde —ya lo había cavilado K.— lo subjetivo toma el lugar de las cosas. No le importaría el segundo ni el minuto que acontecería. Toda racionalidad salida de aquí quedaría para después del minuto. Estaría consciente de ser el único hombre en ese momento que podía, si se le antojase, hacer cualquier cosa: él era la sustancia de sí mismo. Y qué más da si se convirtiera en una mosca. Razón por la cual pensaría en ese insecto, dado a lo efímero de su existencia, sólo que lo efímero de esa representación se le hace instante inmanente a la velocidad de su frágil memoria. Al cabo, el que se convirtiera K. en una mosca había sido lo más refrescante para él. De una vez por todas, entendería, entre otras cosas, qué estaba sucediendo cuando se convirtiera en mosca. Y por otra parte, comprendería por qué, por su cabeza, habían pasado nombres como Pessoa, Tavares, Beckett, Vila-Matas y Duchamp. La máquina de Duchamp. Él es entonces esa máquina, su instalación, sin embargo, la galería de esa instalación, sería aquella plaza O’Leary y la cotidianidad de la ciudad…».

Una vez más la ciudad y Clarice. También sería la de J. en cuyo apéndice estaría la sombra de K..

En ese caso K. no tenía galería, no tenía la mesa de ajedrez ni, cómo Marcel Duchamp, tendría a la modelo para fotografiarse con ella mientras jugaba al ajedrez: Dios mueve al jugador, y éste, la pieza./ ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/de polvo y tiempo y sueño y agonía? Venía a su memoria entonces el poema de Borges «Ajedrez». Aquello, a pesar de todo, era más real. Su pensamiento era real ya que la imaginación es poderosa por lo racional. No se trataba en cambio de una oniromancia. Una contradicción: K. estaba sentado en la última fila escuchando, algo ausente como el último enamorado de su ciudad. Y la ciudad sin Clarice se parece más a un desierto en cuyas arenas se siembra el último domicilio del lugar y su único paseante que iría y vendría sería K..

«Si algo le interesaba de Duchamp era la figura que de éste se representaba para las artes: escritor, escultor y performance. Todos los hombres. Un hombre solitario. Así, en ese instante, quería ser K. un objeto artístico que estaría para su propio segundo. Tenía la duda, pero vivía su propia performance con la diferencia que era a su vez el espectador único y éste, su cuerpo: la línea que iba de su pensamiento hasta su ordenador por medio del cual representaría para él su «espacio escénico» como solía oír de sus amigos del teatro. Era necesario saber el terreno que pisaba para no perder su noción de esa performance. De esta suerte asociaría su noción del cuerpo con el propósito también de que el concepto de poema, para su definición, cambiaría, no tanto porque hallara una definición que se le ajustara, sino porque la poesía establece su apelmazada indeterminación. En el que se hallaría en medio de ese proceso de creación. No obstante, su interés estaría en el plano de lo verbal. Se resistiría al axioma o se daría a la tarea de redefinir, acoplar, cambiar, trasferir, asir y transmutar este sentido de la palabra «instante». Por un momento, sería lo más fácil, pensaría, por ejemplo, en una explicación de tipo psicológico, si acaso la psicología aclarara el asunto, más cuando, como lo sabemos, se trataría de un tema más literario, incluso, más relacionado con la alteridad del signo literario. Y si bien es emocional se relacionará con la escritura y su sistema de ideas. Pensaba K. por su parte que la situación era también lúdica, pero en rigor se asocia al signo de la escritura, sobre el espacio abstracto de la palabra. Allí, en ese lugar recóndito de la palabra, el ritmo, la alteridad y el significado polisémico del lenguaje poético que le pertenece. ¿Cuál es la diferencia con otras formas discursivas de la escritura? ¿Acaso el sólo pensar en la palabra poema despertaría esta reacción en su cuerpo? La diferencia estaría en que tal abstracción le devolviera tantas preguntas en tan poco tiempo. Y como lo estaba entendiendo, el tiempo aquí no es convencional. Si se trataba de una conjetura poética, entonces, ¿dónde estaban los espectadores de aquella puesta en escena? ¿Se estaría equivocando y estaba viendo cómo era el personaje de su propio cortometraje en cuya película se desarrolla aquel segundo? ¿El minuto? No habría otro personaje, sólo él. Eso parece estar claro. De aquí en adelante el tiempo no se detendría por su inevitable éxtasis de lo ajeno. Es cuando este fenómeno de lo real estaría esta vez constreñido a la voz de su poiesis. El mundo hecho de su poiesis.

»¿Hasta dónde llevaría esa relación del tiempo con su vida? No lo sabría. Ahora era él el tema de sí mismo. Le gustaba recordar y sus estímulos sucedían uno tras el otro. Desde esa perspectiva volvería a pensar en la novela Kassel no invita a la lógica de Enrique Vila-Matas y, también, ¿por qué sus personajes irrumpen con la lógica de su propia realidad?: todo lo que allí aparece estará para ordenarse en otra realidad, aquella que saliera de los cánones de la narración: hacer del arte inflexión del narrador, la biografía del autor, mediante el narrador se configura sobre el personaje y aquello que sucede en la narración se convierte en una suerte de ensayo en torno a la vanguardia del arte contemporáneo. Aquel paseo que recorre el narrador por la Documenta de Kassel de 2013 se convierte para su autor, Enrique Vila-Matas, en un fragmento del tiempo, sólo que, a diferencia de lo que le acontecía a K., aquel tiempo del personaje de Kassel no invita a la lógica, se extiende sobre el tiempo narrativo, si acaso fragmentado, dispuesto sobre la narración. En cambio, en K., él sería su propio tiempo. Y si había algo de ilógico en esa naturaleza sería su propio mediador, ya que, esta vez el «paseo» recorrería a su pensamiento abstracto. En el caso contrario de K. la abstracción es modulación de lo real y no un recorrido narrativo como en aquél, vale decir, se corporeizaba en su propio personaje. Viviría sin cortapisas la definición de poema. Quería pensar entonces K. que la vanguardia la tenía reservada para esta ocasión. Y si el instante poético se le definiera de este modo, llegaría a la conclusión de que tendría que vivirlo con esa misma pasión que estaba llevando a cabo. Él no era el narrador de Enrique Vila-Matas ni correría con la misma suerte, sabía que, al comparar un escrito con otro, no lo estaría acercando a ese desenlace del personaje de Kassel no invita a la lógica, pero sí a la transparencia de la duda, por un lado, la diferencias entre poema y poesía. Y por el otro, describir en sosiego aquello que albergaría con tanta importancia la palabra ‘poema’.

»Su mano no logra atrapar su ordenador. El desvanecimiento continuaba en marcha con el pensamiento que ahora, para variar, sostenía las diferencia entre un escritor como J. M. Coetzee y Paul Auster. También cabría preguntar qué hay de común entre éstos. Nuestro autor, señores, divaga. Entonces pensaría por un instante en el realismo psicológico: la subjetividad de estos personajes y en ellos sus emociones, sólo que la emoción que él estaba viviendo no sería ficcional, en tanto que la realidad es alterada y vertida en lo ficcional previo a lo real: ficción dentro de ficción. Lo vivía en existencia pura con la literatura: vida y forma serían una mima. Transparentarse para el lector era una necesidad. Realidad dura y desasosegada, puesto que tales diferencias no las vería, una estaba dentro de la otra para él. Se hace confuso como lo que lees en este momento. Mientas que aquello de la ficción era un asunto de la narración que aquí a su vez se intenta. ‘¡Y qué importaba después de todo!’, se diría para sí. Así que K. no estaba en medio de una composición narrativa, sino de su vida. Sería suficiente para él entender qué es poema, al tiempo que se le aclara al lector. Acto seguido trata de seguir narrando lo hilvanado desde lo anterior, o sea, se ‘textualiza’».

—K… —dijo Clarice, apenas con un murmullo débil e indistinto o lo que él lograba leer de sus labios, dada la distancia en la que se encontraba, o era el deseo de oírle decir o divagaba en medio de un sueño prohibido.

     Como fuese, apenas oye la voz de Clarice que se encuentra apartada, como lo es aquella vieja idea del realismo psicológico. Para Paul Auster, lo psicológico sólo es, una distancia con la realidad, no su separación del todo. En este caso, el lector se interna en las emociones de los personajes. Cada movimiento del relato se da por causa de esas emociones. Y es un movimiento hacia la razón. Los personajes viven de acuerdo con su estado emocional. ¿Estaría viviendo K. el suyo como suele suceder con el pensamiento de los poetas? La emoción para el poema no es igual para lo narrado. Y él, se descubría como poeta antes que nada.

     Clarice, Clarice, Clarice. Cuánto te amo, pensó K. al momento que J. terminaba su conferencia. J., sosegado, con su corbata intachable en su lugar. Sus manos limpias, de a poco se retiraban de la mesa utilizada de proscenio. Retira el micrófono, con lentitud también, colocándolo al otro extremo de la mesa. Sus manos blancas, abrazaban ese micrófono como si aquello fuera una rutina de la mañana. Se levanta. Se detiene, mira el entorno como buscando un documento, pero sobre la mesa sólo libros y su estilográfica devolviendo su brillo a los espectadores de la primera fila del auditórium. La sujeta y se la lleva al bolsillo de su camisa ahora cubierta por la americana negra. Su corbata azul, de pronto, abriga el resto de aquella estilográfica. El público fascinado por los gestos del escritor en esa mañana de escritores invisibles y de otros menos invisibles que hablan de escritores invisibles. Entre ellos, K., confundido ente su amor a Clarice y las ideas de J.. ¿Son ideas o distancias de la realidad? ¿Tal vez sea el amor parecido a su pasión literaria?, es decir, no real, ¿un no que le sellaba el cuerpo? Estaría ausente para ambos porque tiene su responsabilidad con la discreción o deseaba permanecer de bajo perfil ante la presencia del maestro cuando hubo terminado. Y el amor, como él lo sabe, era una distracción. No importa, especulaba, Clarice, Clarice cuánto te amo. Clarice tu movimiento amatorio y ausente, Clarice, tu cabellera y cómo arropa mi deseo, Clarice, tus labios hundidos en lo lejano de mis dedos y yo aquí en el deleite de una voluptuosidad almendrada por mi destierro. Seguía pensando K. mientras, J. caminaba ante el tope del proscenio para bajar hasta el público. Y lo hacía sin faltarle una sonrisa. K. sabía cuándo era su momento de retirarse. Sin embargo, lo detenía la presencia de Clarice quien se acercaba a J. para felicitarlo, le estrecha su mano, un tanto hace J. y, en seguida, Clarice le abraza. K. ¿Sabrían Coetzee y Auster de la distancia en el amor?, caviló K. de nuevo por un pequeño instante. En ese gesto contradictorio de la duda siguió mirando como quien mira una ilusión hundirse en el mar. Aquel trecho con la voluptuosidad de Clarice se le hacía ahora más angular.

     K. un hombre solo.

[Continuará…]

Acá el recién facsímil. Crítica Teatral